Vecindario (I) Miguel Coluccelli

Somos pobres. Somos pobres de verdad, pero no de voluntad. A veces tenemos hijos sin saber bien qué vamos a hacer con ellos. Esos hijos son para nosotros el pararrayos de la hermosura y de la inteligencia y ellos nos odian. Son, acaso, felices, cuando los llevamos por las mañanas a su preciosa guardería  y allí juegan con otros niños pero a medida que va avanzando la mañana comienzan a sentirse amargados porque llega el momento en que tienen que encontrarse con nosotros, sus padres, que los levantamos cuando los vemos, les cantamos

Miguelín chiquitín

Se quería casar

Y quería vivir

A la orilla del mar

o tonterías semejantes mientras los otros infantes se matan de risa siendo el público de la escenita. Entonces los niños, nuestros niños, nos odian y prometen venganza en un periodo comprendido entre la primera comunión y el comienzo del servicio militar.

Luego están los que viven solos, a los que el vecindario siempre acude cuando ocurre algo en el edificio. Que si el abuelo del tercero ha sufrido un accidente en las escaleras. Que si la el canalón del desagüe está atascado y está inundando de inmundicias la cocina de la señora del quinto.

Total, usted no tiene una familia que atender.

Total, yo no tengo una familia que atender, lo que me convierte en un pobre diablo al que le gusta que lo pisoteen y dispuesto a jugarse la vida desatascando un canalón o enderezando el pararrayos que está torcido y hace que la televisión se vea con lluvia.

Total, usted no tiene una familia que atender. A ver si pudiese encargarse, Don Miguel, que yo tengo a los nietos en casa, fíjese, ahora que la niña se separa de ese desgraciado que no sé ni cómo no la ha terminado matando o algo peor, Don Miguel, y ahora tienen que andar de abogados, qué vergüenza, qué dirán, Don Miguel, qué vergüenza, ande a ver qué puede hacer con el canalón, ande, ande y suba… Yo estoy por aquí si me necesitase, que algo podré hacer aunque poco porque de costurera toda la vida… ya sabe usted que esas cosas son de hombres y usted tiene tanto tiempo…

Yo tengo tanto tiempo.

Y claro, no vale de nada decirle a la señora Gutuso que el canalón y la cocina de la vecina del quinto, inundada o no, me importan tres carajos y que si vivo solo es porque no quería aguantar a nadie y mucho menos a vecinas con hijas en proceso de divorcio o con abuelos que te hablan del tiempo cada vez que se te cruzan en el ascensor y claro, ahí estás atrapado como en una caja de muero compartida y tienes que soportar la charla sobre si hoy mejorará pero que el fin de semana volverá a llover y así cinco pisos y que ya hice bastante llamando a una ambulancia cuando el abuelo del tercero cayó rodando por la escalera y además lo acompañé hasta urgencias y estuve allí media noche escuchando unos lamentos que ni la Calas. Y todo por vivir solo. Ladra perro!

Llegué al edificio una noche, con mis dos maletas y las llaves del apartamento en un bolsillo. Llegué de noche precisamente para evitar vecinas y porteros que me acribillasen a preguntas estúpidas sobre si me acostaba tarde, me levantaba temprano o sobre qué periódico leia pero sobre todo que me mirasen inquisitoriamente, con la desconfianza con la que se mira “al de fuera”. Aún así, subiendo las maletas andando cinco pisos porque no cabíamos las maletas y yo en el ascensor, sentía en el cogote la mirada fantasmagórica de los vecinos a través de las mirillas de sus puertas que comenzaban su juicio sumarísimo. Llegue al vecindario con mis maletas y ahora limpio canalones. Canejo!


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