Archivo mensual: May 2012

Tendencias II

Exista o no exista Dios de él somos siervos. Se sienta de nuevo y se encuentra solo y aterrorizado, como de costumbre. Tiene un lápiz en la mano y no se atreve a comenzar a escribir. No hay euforia. No hay tristeza. No hay casi nada destacable salvo una inabarcable mediocridad, un hastío aburrido, una esperanza perdida de que alguna vez ocurra algo, el frío destello de lo inexplicable.  Fuera la lluvia de mayo golpea contra los cristales. Si abril fue un mes extraño, mayo ha sido un mes extravagante e incluso algún día no amaneció pero ninguno dijimos nada, todos continuamos trabajando en la penumbra silenciosa de las luces de neón, salimos de la oficina por la tarde diciendo hasta luego con un susurro cansino, como un resuello final y terminamos llegando a nuestras casas vacías, a nuestras camas vacías de colchas deshilachadas de tanto lavado y de tanto uso, apenas una cena melancólica, cena de hospital, para terminar acostándonos en silencio de sepulturero ante aquel acontecimiento extraordinario de la nocturnidad equivocada  que en nada hizo variar la soledad y el vacío de nuestras vidas. No. No era aquel el hecho extraordinario que esperábamos pero tampoco hubiese cambiado aquella noche perpetua por alguna playa del sur si hubiese podido. Si le hubiesen dado la oportunidad de elegir un lugar donde estar hubiese elegido aquella oficina de muebles impersonales y fríos, de sillas gravitatorias de respaldos reclinables.

A media mañana toman café todos juntos. Un café de máquina de arquitectura mecánica y publicidad en el exterior. El café no es sublime, se encarga simplemente de imitar burdamente lo que sería un café sublime. Por la parte inferior la máquina escupe un vaso de plástico con un sabor a plástico que termina contaminando el café y termina el proceso añadiendo una espuma meliflua pretendiendo imitar al café que te servirían en las terrazas de Venecia, lugar donde nunca ha estado ni estará ni ganas de hacerlo. Todo transcurre lentamente mientras el mundo se sigue comprimiendo, mientras la nada se agiganta y convierte el entorno en algo más manejable, más simple.

En el metro, de vuelta a casa las caras de la gente son de tristeza, de miedo. En cada estación un nuevo espectro pide dinero para comer o para dormir en una pensión. Unos tienen sólo una pierna. Otros no tienen ninguna y las sustituyen por muletas oxidadas encontradas por casualidad en el vertedero del hospital. Los que tienen la desdicha de conservarlas arremangan las perneras y muestran  llagas de espanto provocadas por alguna enfermedad incurable de la que probablemente morirán pronto. Aquí se viene a morir y ellos lo comprenden mejor que nadie. LOsdemás no piensan en ello todavía. Los que van sentados en el vagón no  les dan una moneda y ellos caminan como zombis por el vagón emitiendo un discurso incomprensible. Los que no han encontrado sitio se apartan para evitar ser rozados o para evitar el olor de la putrefacción. Luego se bajan en la siguiente estación y los sustituye el padre de tres hijos enfermo del corazón que se quedó en el paro hace seis meses. Muestra la cartilla de invalidez pero nadie la mira. La vergüenza nos aterra, la denuncia social nos abochorna, no queremos saber nada del horror. Somos tan espectros como ellos.

Feliz quien no exige de la vida más de lo que ella espontáneamente le ofrece. Feliz quien renuncia a su personalidad a cambio de la imaginación suficiente como para forjar otra nueva y renovarse y renacer una y otra vez. Feliz el que renuncia a todo y al que, por renunciar a todo nada le puede ser arrebatado ni reducido. Feliz el que derriba puentes y el que descubre otros nuevos adornados con pan de oro o con herrumbrosas vigas y tornillos, que cruzan ríos de orilla a orilla y en donde cada orilla es un mundo nuevo por descubrir. No el placer, no la gloria, no el poder; la libertad, sólo la libertad y ver, si acaso, las cosas llegar desde un lejano horizonte de calima donde las olas chocan contra objetos que le hacen emitir ecos, objetos  como conchas y caracolas camufladas entre la ventisca que remueve la arena a su antojo y capricho.

Temblorosas declaraciones, trémulos movimientos entre los que nos movemos en el mundo nuevo que se levanta ante el que se derrumba. Tomamos la decisión de abandonarlo todo. El barco está atracando y la basura del puerto se arremolina, son como fragmentos imantados que terminan formando islas de podredumbre juntos a los muelles. Debajo del vertedero flotante el cadáver de una mujer que asesinó a su recién nacido flota sin ser vista: aún tardará en ser descubierta o incluso no lo será jamás: todos sus fragmentos en descomposición, la carroña que los peces desprecien y abandonen a la deriva se unirán como fragmentos a sus imán, a la isla de la carroña de latas vacías, de condones usados, de otros peces muertos… El alma lo es todo.

Un operario guía las maniobras del barco desde el dique y se protege contra el viento helado. Tiene la cara cuarteada por veinte años de salitre. Aceite flotante alrededor y niebla, niebla que lo difumina todo.

Hoy soy ramera. Hoy soy la pera.

I

Nunca pertenecí a la sociedad binaria en la que mis padres quisieron educarme. Mis tendencias de cualquier tipo pronto se desviaron en todas direcciones. Siempre me pareció ridículo pertenecer a algún género y de tanto despreciarlos terminé por ridiculizarlos y después por transgredirlos hasta los límites de mi imaginación. No tengo vagina. No tengo pene. Soy variable y muto a mi antojo.  No estoy limitada por mis matices. Me llamo Gina y soy la pera.

El martes pasado salí de casa ya de noche. Me había dejado crecer las uñas hasta el infinito, las pinté con jeroglíficos,  salí con exageradas pestañas rizadas y con un rostro cuadrangularizado obtenido después de una sesión intensiva de testogel. Iba disfrazada de hombre que se disfraza de mujer.  Iba disfrazada de protoser. El martes no tenía preferencias sexuales y tanto el género masculino como el femenino me parecían ridículos y transgredibles.  Fui a una fiesta en la que nadie me conocía con mi mensaje queer en forma de botas de plataforma y rímel desproporcionado, corpiño de cuero y pezones postizos de Gaultier. Hice fotos de mi misma rodeado de otros bioseres definidos por sus hormonas.  A veces era un rabo, otras un conejito. Bebí. Bailé. Bailé una danza sexualmente progresista con coreografía de mi invención. Y terminé haciendo el mismo sexo que hubiese podido hacer tanto con un hombre como con una mujer. No quiero ser blanca ni negra.  No quiero estar arriba. No quiero estar abajo. Hoy soy ramera. Hoy soy la pera.

II

Trabajo como secretaria en una empresa de transportes de artículos de lujo como joyas, cuadros o hasta de cocaina si es necesario.  Llevo bolso de imitación Prada y chaqueta de imitación Chanel. Me perfumo con Opium durante el día y hago un café de puta madre y, como una buena niña, sonrío siempre a mis jefes cuando se lo dejo encima de la mesa en sus salas de reuniones. Escribo cartas, llevo la agenda y las citas de mis jefes con eficiencia, reservo habitaciones de hotel  en las Caimán y vuelos en bussiness, compro regalos secretos a las amantes de mis jefes  y hasta me he hecho amiga de las rameras de mil la hora que hay en la ciudad: admiro su valentía. Yo también tomaría la misma elección profesional ante la alternativa del ama de casa cuidadora de bebés. Gano una cantidad ridícula de dinero pero tengo mis propias fuentes de ingresos. Durante el tiempo que paso en la oficina el tipo de sexo que practico es el de género: represento con pícara ingenuidad e inocencia mi papel social con mis faldas hasta la rodilla y los  tampax que guardo en el cajón del escritorio y que alguna vez dejo entrever. Pero hay otros tipos de sexos en mi vida. En realidad, siempre estamos practicando el sexo. Cuando entro en el despacho de mi director observo su pluma Montblanc tan masculina o su fabulosa corbata de Hermes.  Huele a Armani  y sobre la mesa tiene una foto de su pequeña familia con una mujer a la que yo misma me tiraría sin dudarlo hasta que se le saliese el cerebro derretido por las orejas:  con el dildo soy una verdadera artista. Y es que para mí el sexo no es hereditario, es electivo y yo me limito a hacer elecciones de objetos sin prejuicios. Para mí, la mano, es el órgano sexual por excelencia.

III

Vivo y siento. Soy algo que aún no se sabe lo que es y quizás convenga que no se sepa aún porque no están preparados. Vivir públicamente como gay o lesbiana es un lujo que pocos y pocas pueden permitirse y que debería ser común en una sociedad plenamente democrática. Pero no lo es así que no me descubriré. Ya no quedan hombres. Ya no quedan mujeres. Sólo gilipollas. Y  todo lo que no encaja entre los hombres,  las mujeres o los gays es lo que soy yo. Cuando salgo de mi despacho puntualmente, mi espíritu proteico y cambiante me hace ser lo que yo quiero  en cada momento. La oficina es mi tapadera. Mis tetas son mi tapadera. Mi pareja es mi tapadera. Y yo… soy la pera.

IV

Camino agarrada del brazo de mi novio-tapadera con un vestido largo hasta los pies. Llevo colgantes, anillos y pendientes y muestro las tetas que hay dentro de mi vestido de escote vertiginoso. Brillo. Reluzco como un diamante. Ahora soy la chica perfecta y la pareja perfecta. En el restaurant el camarero me retira la silla, mi novio-tapadera espera que me siente y yo sonrío con fingida complacencia. Me besa la mano como si fuese de porcelana, ignorando en los lugares que ha estado y los objetos que ha sostenido. Le sonrío yo también a él mientras por el rabillo de un ojo miro el paquete del metre y con el otro los pezones de la rubia de la mesa de al lado. A los dos me los follaría. Él me pregunta por mis pensamientos y eso me hace encontrarlo aún más ridículo porque mis pensamientos para él serían un algoritmo indescifrable. Creo que, por su forma de agarrarme la mano está enamorado de mí y querrá tarde o temprano plantearme cosas. Llevamos un año juntos y  sus padres me han adoptado como a una hija, como a la hija que nunca tuvieron.  Frecuentemente tomamos café y pastitas, yo la ayudo a ella con los rulos y el secador y en verano me invitan a su barquito y yo tomo daikiris mientras mi novio-tapadera hace sky acuático con sus amigos y sus músculos hipertrofiados. El Mediterráneo y sus acantilados cretenses relucen al sol y yo parezco una nínfula feliz. Pero cuando anochece, cuando las luces se apagan salgo en secreto a bailar mi danza progresista entre luces y drogas de diseño, entre sujetadores voladores, maricones lesbianas y gays sin cualificar. Y en medio, mi ritual salvaje que termina sistemáticamente en algún lugar y con algún bioser dentro de mí o yo dentro de él, dependiendo del número de orificios sexuales disponibles.

V

Waldo había conocido a Gina en una reunión del grupo Eskalérida Karakólida. Ella llevaba vaqueros ajustados y el pelo anudado sobre la coronilla en un moño ingrávido que le recordaba al de las geishas japonesas o al de la princesa Leia en la Guerra de las Galaxias antes de ser besada por Han Solo. Su sencilla sofisticación lo enloqueció en el acto. Waldo se enamoró de Gina y ella, cuando todo hubo terminado meses después, tuvo que admitir introspectivamente haber sentido por momentos emociones hasta ahora desconocidas para su corazón.  Y en medio de todo aquello, se abrió un mundo de intensas guerras dialécticas basados en los silencios, en el lenguaje corporal  y de sexo sin tregua, de momentos de angustia y de apariciones y desapariciones sobrevenidas, de insoportables incertidumbres, de perdones y de rencores y de tiernos momentos en los que todo parecía normalidad cuando la normalidad entre ellos era lo menos normal que poseían. Fue Gina la que besó a Waldo aquella primera noche. Se le acercó y le dio en los labios el más intenso de los pequeños besos que se pueden dar: se reservaba los demás porque inmediatamente lo etiquetó de ser sensible. Luego lo agarró y lo sacó a bailar y, una vez más, lo volvió a besar mientras le pasaba las manos por la cintura, las nalgas y los muslos. Él le sonreía para superar el pánico y ella bamboleaba lentísimamente su pelvis circular. Esta vez su danza progresista había adquirido un ademán cadencioso, de cámara super lenta e hipnótica. Y Waldo cayó hipnotizado y no pudo evitar seguir hipnotizado meses después mientras descubría la realidad de Gina, todas las vidas que Gina vivía sólo con el objetivo de transgredirlas. Pero en aquellos momentos, mientras ella bailaba para él, le acercó su boca al oído y le susurró entre la música: eres la pera. Ella sonrió mientras mojaba la sus labios con la lengua. Ya lo sé. Le contestó.

VI

Gina desaparecía y aparecía caprichosamente de la vida de Waldo. Él no entendía muy bien qué hacía Gina cuando no estaba a su lado, dónde iba, con quién hablaba, qué comía o qué leía. Si estaba constipada o si hacía macramé. Waldo luchaba contra aquellas incertidumbres, contra aquel desconocimiento de Gina y sus actividades porque realmente, Gina nunca hablaba de sí misma. Daba la impresión de que realmente había cambiado de siglo mientras los demás aún no se habían decidido a hacerlo, de que dudaban en adentrarse en esa postmodernidad en la que Gina ya se sentía tan cómoda.  Ella normalmente lo sorprendía en cada encuentro con un juego nuevo, con una nueva lección que le hacía aprender y que lo hacía sentir como un párvulo, a él, que durante toda su vida se las había dado de gran conquistador. Así no, le decía. Cuando me pasas la boca por mi sexo tu lengua debe moverse como si fuesen alas de mariposa a ratos, o de colibrí en otros ratos. Yo te marcaré los ritmos. Todo esto hacía sentir como un idiota a Waldo, que se esmeraba en complacerla pero que, sobre todo, se esmeraba en no parecer lo enfermo e infantil que se sentía a su lado. Luego ella se vestía y se marchaba lanzándole un beso desde la puerta, dejándolo  desnudo sobre la cama. Eso era en los días en que la veía en uno de sus siempre impredecibles encuentros. Los días en que ella desaparecía,  Waldo, por las noches sentado en su banqueta de cocina, intentaba concentrarse y acodado sobre una mesa como si fuese la barra de cualquier bar, bebía unas copas y  fumaba  un cigarro tras otro mientras intentaba escribir la novela de su vida.  En ocasiones su amigo Fiodor aparecía por casa y conversaban y bebían hasta quedarse dormidos. Waldo le hablaba a Fiodor de Gina y del estado de idiotez en el que ella lograba sumirlo. Hay ocasiones en que intento provocarla, enfadarla con algún comentario sobre su manera de moverse o sobre su propio cuerpo,  algún defecto que realmente no tiene, intento provocar alguna reacción pero jamás consigo nada. Quisiera que me escupiese entre los ojos o que me rompiese las pelotas a patadas pero nada.  Nunca logro que se enoje. Cuando le hablo así pareciera que lisa y llanamente estuviese sola en este cuartucho de mierda y que me considerase a mí y a mis provocaciones como… nada. Sin embargo ella, con cualquier cosa provoca en mí celos, ira, estupor… Un nuevo tatuaje, una postura que no habíamos practicado antes haciendo el amor… todo me desconcierta. De ahí mi idiotez. Fiodor se rellenaba su vasito de licor mientras miraba al vacío en el que Waldo iba cayendo, al despojo y al extravío en el que aquella mujer lo conducía. Muchacho, le contestaba Fiodor, que era el último vestigio del bolchevismo desaparecido, el último emigrante del extinto imperio rojo, un consejo te voy a dar: asesina a esa mujer. No hay buen escritor que no sea capaz de morir o de matar por una mujer. Y Waldo, en aquel momento era capaz de morir o de matar por Gina.

VII

Por supuesto que Gina no estaba enamorada de Waldo.

Por supuesto que Gina no estaba enamorada de su novio-tapadera con el cerebro en los bíceps ni de sus cuentas millonarias.

Gina estaba enamorada de su propia liberación y ese era el gran drama de Waldo. Esa era su posmoderna mala suerte. Gina era una mentirosa profesional y a partir de ahí todo le estaba permitido. Y a Waldo no le quedaba más remedio que verla bailar su danza progresista, de ser un espectador de la misma, como todos los demás, para luego, desde su apartamento-maleta, escribir como un simple cronista todo aquello que vivió. Se había convertido en el privilegiado elegido que narraría la historia de Gina o tal vez aquello no era más que otro de sus delirios. Quizás todo aquello no pasó o al menos no pasó como él lo pensó. Con Fiodor o sin Fiodor como compañero temporal de piso, Waldo, borracho ya, se puso a repasar  las notas garabateadas en su libreta y no encontró la forma en que el rompecabezas finalmente encajase. Suena el teléfono. ¿Dígame? ¿Dígame? Insiste y le vence la ansiedad que no le importa mostrar.  Cuelgan inmediatamente. Gina ya sabe que él está en casa. Pronto sonará el timbre de la puerta y ella entrará y se encontrará con su guerrero desnudo y entregado y preparado para escribir el siguiente capítulo de la crónica. La crónica de Gina.  ¿Y quién era él en esta historia? Él era un joven que pretendía publicar su primer libro y que ahora encontraba la fórmula para articular un capítulo de su vida en una novela, que ahora hallaba la estructura mágica en la que la vida y la ficción caminan juntas como muy pocas veces suelen hacerlo. Gina entró por la puerta como un huracán y sin mediar palabra le mordió el labio mientras le metía la mano por la bragueta. Se había cortado el pelo, llevaba pantalones, flequillo, corbata, zapatos de charol y un bigote postizo.

VIII

Pero una noche en la que Gina había desaparecido Waldo decidió salir y visitar los garitos de los más bajos fondos de la ciudad. Allí bebió duro mientras intentaba entablar conversación con cualquiera, con los camareros, con las niñas pijas endogámicas que huían de su aliento, con los taxistas y con los trapecistas con los que se cruzaba. Pero la ciudad era un agujero oscuro, un túnel con un nudo en uno de los extremos, un crucigrama de palabras desconocidas imposible de resolver. Aquella noche sin Gina la ciudad hablaba un idioma que no comprendía, como si fuese una película noruega sin subtítulos. Entró en otro garito más aprovechando la confusión del  portero, que discutía con otros dos borrachos. El lugar era siniestramente oscuro y las luces,  como relámpagos, hacían que los movimientos tuviesen un efecto entrecortado como de película en blanco y negro.  Waldo decidió subir al piso de arriba y ver el espectáculo desde lo alto. Se agarró a la barandilla para no tropezar con el primer escalón, que había que afrontar a ciegas pero cambió de opinión. Quería bajar al círculo central, la esfera donde todo parecía ocurrir y sentir el sudor de los demás salpicándole la cara. Entonces, en medio de la pista de baile un super ser se levantó como aparecido de más debajo de las memorias del subsuelo,  con movimientos sólo reproducibles oníricamente, salido de un sueño de tinieblas. Gina ejecutaba su danza progresista acompañada de bailarines improvisados que le acercaban sus penes silicónicos, le acariciaban sus pechos, la besaban como a una diosa. Waldo la vio y no puedo acercarse porque, detrás de aquel disfraz que ella llevaba él sabía que se ocultaba Gina, la Gina con la que había compartido momentos irrepetibles y a la que amaba definitivamente. Se mantuvo quieto mirándola, mirando su máscara de maquillaje esperpéntico y sus ojos ennegrecidos detrás. Y ella también lo vio. Lo vio de pie, a lo lejos, entre la muchedumbre que bailaba a su alrededor, maltrecho. Entonces lo que pasó fue terrible pero también fue raro. Waldo comenzó a caminar hacia ella como un Rashkolnikov, recordando el consejo de Fiodor. Caminó hacia ella con la determinación del asesino para estrangularla con sus propias manos, allí mismo, entre todos aquellos mamarrachos asexuados pero de pronto una marea de bioseres lo rodeo y convirtió su camino hacia ella en un laberinto  en el que Gina estaba muy al fondo y por más que caminaba más difícil era acercarse a ella, que ahora le sonreía y le decía ven. Los bioseres danzaban a su alrededor y Waldo se frotaba la cara, se frotaba la borrachera y comenzaba a estar mareado. Sentía escalofríos.  Tengo que ir al baño. Tengo que ir a mear y todos los bioseres parecían repetirle ve a mear y entonces comenzó a girar sobre sí mismo buscando una salida y seguía frotándose la cara y seguía frotándose la borrachera y cada vez era peor y los bioseres bailaban a su alrededor cada vez más deprisa y Gina le decía ven y, en medio de aquel torbellino Waldo cayó desplomado en medio de la sala de baile de aquel lugar y le pareció que alguien lo recogía del suelo, primero uno, luego varios y el vomitaba y el vómito le rodaba y era transportado por los aires a mundos mejores.

XIX

Entonces aquella noche soñó. Soñó que se le caían todos los dientes y se despertó de la borrachera vestido sobre su cama-tumba. Estaba excitado y se masturbó. Soy un maldito hijo de puta, se dijo. Lo soy y además idiota. Se levantó de la cama y se metió en la ducha. Allí permaneció un tiempo indefinible, dejando que el agua caliente le cayese en la frente y le rodase hasta los pies. Le dolía la espalda. Salió dela ducha, se vistió y bajó a la calle. Había salido el sol después de varios días de lluvia pero él ni siquiera se había dado cuenta de ello. No tenía resaca pero necesitaba un café largo. Comenzó a caminar y entró en el bar donde solía tomarlo. Allí estaba sentado Fiodor leyendo la prensa deportiva. Cuando lo vio entrar lo saludó sonriendo. Hola Fiodor. Le dijo. Anoche asesiné a Gina, como me aconsejaste. Póngame un café cargado, jefe. Y otro para mi amigo.

XX

Quién dijo que la palabra escritor olía a zapatillas, a armarios con naftalina, a licor barato y a tabaco y a ropa interior sin cambiar. Los escritores sufren delante del  papel en blanco, son seres atormentados que parecen estar viviendo en un lugar fuera de ellos  mismos, angustiados por lo que los rodea porque su visión es convexa y retorcida. Quizás con esta visión fue con la que Waldo escribió su  historia con Gina meses después de que hubiese terminado y de que las los últimos ramos de flores que puntualmente ella le mandaba se hubiesen marchitado como cadáveres. Ahora Waldo se asoma a la ventana de su pequeño dormitorio del apartamento-maleta donde vivió aquel paréntesis existencial de su vida con Gina y, desde allí, ve la silueta de la ciudad a lo lejos, ese laberinto que Gina controla mejor que nadie y donde se desliza sigilosamente moviendo sus brazos y sus manos como si fuesen alas de mariposa o de colibrí.

Él tiene un libro en la mano. El libro que tanto ansiaba escribir, aunque nunca imaginase que sería ese y quesería así: un libro con la historia de Gina y con su propia historia y espera que ella, esté donde esté, pase una página de ese libro, al menos una, pero que sea una importante.