Archivo mensual: noviembre 2012

Prosa desde el observatorio XI: ballenas varadas

Hay dos catástrofes en la existencia: la primera ocurre cuando nuestros deseos no se satisfacen; la segunda, cuando sí se satisfacen… Yo aún no sé casi nada del amor pero debe ser algo extraordinario, todo amor, aunque se trate de amores ordinarios.

Ratón comía lo que Schehrazade había preparado. Ella, que llevaba semanas escondida en aquel lugar, había encontrado el enorme congelador donde estaban almacenados los manjares más exquisitos, las mejores viandas, saladas unas, dulces otras, varias picantes, pero todas con sabor intenso. Delicias exquisitas para su invitado con hambre y que hacía días que no había comido más que higos y frutos secos encontrados aquí y allá durante su camino. Sherezade y sus trenzas doradas habían estado cocinando toda la mañana mientras Ratón dormía en el suelo con la cabeza apoyada en el lomo de Perrín.

Camarones con bolitas de melon acaramelado, corvinas de Granada, Foie Gras con salsa de trufa, caviar rojo, panes negros empapados en aceite de rosa, ceviche de tortuga y aguacate… La nínfula utilizaba los utensilios de cocina y mezclaba los alimentos con habilidad de alquimista. Se movía entre los fogones como una bailarina de ballet con medias de rayas horizontales con los colores del arco iris. A Ratón lo despertaron los aromas mezclados que salían de las ollas, de los hornos y sartenes y, sentados en sillas de mimbre y comiendo sobre mesas de caoba y bambú le contó la historia de su padre y su madre, del cabaret Voltaire y de los lagos helados de Suiza donde una vez se bañaron antes de que él naciese.

– Sé poco de mi madre. Sólo que cantaba fados. En una carta metida en una botella que me dejó antes de marcharse me dijo que la vida tal como es, atroz y preciosa, desgarradora y sublime, desesperante y desesperada, es nuestro más preciado bien. Por eso debo llegar a un lugar que aún no sé cuál es y escribir el Libro del Hombre.

Sherezade lo miraba y acariciaba a Perrín, que jugaba debajo de la mesa y le daba lametadas en la mano.

– Y de que te servirá escribir todas esas historias, por maravillosas que sean. Nadie las leerá.

Ratón se levantó de la mesa y caminó en silencio hacia los grandes ventanales. Los tirantes cada vez le quedaban más justos en los hombros: sin darse cuenta había crecido pero seguía siendo un niño al que la infancia se le escapaba a la velocidad de una estrella fugaz. Detrás del ventanal el invernadero moría por falta de atención y se mezclaba con la mecánica ruinosa de las vías y las locomotoras varadas como ballenas. Seguiría el camino de aquellas vías hasta donde no tuviesen más allá, el mar, alguna montaña lejana…

– Tú los leerás.

– Iré contigo entonces. Viviremos el presente y sólo así viviremos eternamente.

El Perro Cotilla (prestado)

El Anaquel | Blog Literario

Para saber de amor, para aprenderle,
haber estado solo es necesario.
Y es necesario en cuatrocientas noches
-con cuatrocientos cuerpos diferentes-
haber hecho el amor. Que sus misterios,
como dijo el poeta, son del alma,
pero un cuerpo es el libro en que se leen.
Pandémica y Celeste

 

André Comte-Sponville es un mamón, así, con sus cinco letras. Y aún así, lúcido, lleno de nada, y lo que es mejor, capaz de transmitirlo. El amor la soledad, cuya primera edición nació en 1992, es un libro donde Comte-Sponville llena de sí mismo casi 200 páginas, a manera de Q&A en el que diáloga con sus entrevistadores sobre temas diversos como la filosofía, el amor, la literatura, la desesperanza, el arte de vivir, y un largo etcétera.

Querer tocar algunos puntos de los Comte habla sería como querer abarcar el libro, tarea que es más sencilla si lo buscan…

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Para saber de amor, para aprenderle,
haber estado solo es necesario.
Y es necesario en cuatrocientas noches
-con cuatrocientos cuerpos diferentes-
haber hecho el amor. Que sus misterios,
como dijo el poeta, son del alma,
pero un cuerpo es el libro en que se leen.
Pandémica y Celeste

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Esto es escribir “con pinga”

«Esto es escribir “con pinga” y lo demás son cuentos, o, mejor dicho, los demás no lo son. Brillante exhibición estilística para un relato innovador y originalísimo, cuyo personaje central es el mayor hallazgo que he visto en la distancia corta… Capas y planos sugestivos, desdoblamientos varios, visiones y entrevisiones, sugerencias y saltos literarios arcrobáticos. Un autor con verdadera personalidad y más que propia, con toda una voz, que resultará obligado seguir. ¡Gran enhorabuena!» (Sobre Hoy soy ramera. Hoy soy la pera.

Antonio Gude. Editor y escritor.

Entre sueños

Voy de un libro a otro; mis memorias son superiores a mis pensamientos

Prosa desde el observatorio X: camino de Samarcanda

En aquella inmensa colección de manuscritos leyó que existía otro observatorio en el que debería hacer una parada y en donde descansar. Garabateado entre dibujos había un nombre que destacaba sobre todo lo demás, que parecía fosforescer para que él lo viese: el gran observatorio astronómico Gurkhani Zijgran, en la  lejana ciudad de Samarcanda al que se podría llegar tan sólo a traves de la lectura de relatos paganos que afirmaban que existía un pasadizo secreto en el Mausoleo de Gur-emir. Aquellos relatos estaban escritos en un cuaderno de blanquísimas hojas de papel chino cuyo origen era desconocido pero de cuya veracidad nadie dudó durante siglos. Sabía que entre las páginas del legado de su padre había leido alguna vez el nombre de aquella ciudad de tradición milenaria. Se sentó en el suelo y repasó lo escrito por su progenitor:

 «a veces, en Samarcanda, al atardecer de un día lento y triste, los ciudadanos ociosos van a deambular por el callejón sin salida de las dos tabernas, cerca del mercado de las pimientas, no para degustar el vino almizclado de Sogdián, sino para espiar idas y venidas u hostigar a algún bebedor achispado, al que arrastrarán por el polvo, cubrirán de insultos y condenarán a un infierno cuyo fuego le recordará hasta el fin de los siglos el rojo reflejo del vino tentador.

Ratón, con Perrín a sus pies entró en aquel lugar de herrumbrosos railes de ferrocarril. Una gran bóveda parecía cubrirlo todo y un microclima de humedad casi no dejaba respirar. En medio, de lo que una vez fue un lago de plantas medicinales, de plantas selváticas provenientes de todos los lugares del planeta, sólo quedaban ya mustios líquenes, algunos hongos y el musgo que convertía todo en un océano verde. Dedujo que se encontraba en alguna antigua estación donde miles de personas se arremolinaban entorno a trenes que los transportaban a cualquier lugar. Ahora no quedaba nadie. Estaba solo entre aquella planicie de andenes y locomotoras varadas. Escuchó un ruido repentino y se giró sobre su eje ciento ochenta grados. Perrín miro hacia donde Ratón miraba. No había nadie. Ni siquiera una paloma o una rana superviviente a la hambruna. Habían sido sus tripas, que se retorcían jugándole malas pasadas sonoras. Debía conseguir alimentos. Caminó por los pasillos de la estación y subiendo las escaleras encontró lo que una vez debió ser un restaurant de decoración colonial, de decoración con la que los colonos que viajaban a Asia inspiraban sus hogares. La distancia y la evocación constante de sus espacios occidentales les hacían vestir así sus estancias. 
Texturas y tejidos de telas cubrían los sofás y las cortinas, que daban un toque evocador al espacio. Caminó hacia los baños, que aún conservaban toallas de bordados y puntillas. Todo era blanco. Casi todo era beis y el tostado aparecía de pronto para darle calidez a una decoración por donde ya nunca más pasaría nadie. Caminó de vuelta al vagón pisando las alfombras de esterillas. La luz del sol entraba por las ventanas, que simulaban ser ventanas de un vagón. Las mesas de caoba estaban salpicadas por todo el espacio y aún permanecían los manteles blancos sobre ellas, con sus tenedores, cuchillos y servilletas, pero allí no quedaban restos de alimentos. Ratón respiró profundamente y miró a Perrín. Algo se le escapaba en aquel lugar conjurado para su llegada obligatoria en el camino que debía seguir.

De pronto, al final del mostrador, surgiendo de debajo de él, oculta y silenciosa apareció una figura. Ratón volvió a girarse con más calma. Detrás de lo que había sido la barra del bar donde los colonos ingleses se tomarían sus cognacs, una niña de pelo dorado y medias de rayas de colores lo miraba fijamente. Era el primer vestigio de civilización que se encontraba desde que dejó el Observatorio.

– ¿Quién eres? Le preguntó.

– Me llamo Schehrazade.

Ratón quedó aturdido ante aquel extraño nombre que jamás había leido entre los papeles de su padre. Los llevaba pegados al cuerpo en su mochila de cartero y los protegía sobre todas las cosas.

– Yo me llamo Ratón y busco la antigua ciudad de Samarcanda donde debo encontrar un Observatorio que debió salvar la vida a personas como en su día lo hizo el de mi padre y el de mi madre. Ahora los dos están muertos pero tengo su legado.

La niña Schehrazade apartó la vista de Ratón y del perro Perrín. Miró a su alrededor y dijo.

– Descansa ahora viajero. Tu travesía ha terminado por el momento: has llegado a Samarcanda.

Y señaló con el dedo un alto tablón de madera de caoba que colgaba de una pared y que era el nombre del que fue aquel restaurant de lujo embebido por una estación de ferrocarril: Samarcanda.