Hay dos catástrofes en la existencia: la primera ocurre cuando nuestros deseos no se satisfacen; la segunda, cuando sí se satisfacen… Yo aún no sé casi nada del amor pero debe ser algo extraordinario, todo amor, aunque se trate de amores ordinarios.
Ratón comía lo que Schehrazade había preparado. Ella, que llevaba semanas escondida en aquel lugar, había encontrado el enorme congelador donde estaban almacenados los manjares más exquisitos, las mejores viandas, saladas unas, dulces otras, varias picantes, pero todas con sabor intenso. Delicias exquisitas para su invitado con hambre y que hacía días que no había comido más que higos y frutos secos encontrados aquí y allá durante su camino. Sherezade y sus trenzas doradas habían estado cocinando toda la mañana mientras Ratón dormía en el suelo con la cabeza apoyada en el lomo de Perrín.
Camarones con bolitas de melon acaramelado, corvinas de Granada, Foie Gras con salsa de trufa, caviar rojo, panes negros empapados en aceite de rosa, ceviche de tortuga y aguacate… La nínfula utilizaba los utensilios de cocina y mezclaba los alimentos con habilidad de alquimista. Se movía entre los fogones como una bailarina de ballet con medias de rayas horizontales con los colores del arco iris. A Ratón lo despertaron los aromas mezclados que salían de las ollas, de los hornos y sartenes y, sentados en sillas de mimbre y comiendo sobre mesas de caoba y bambú le contó la historia de su padre y su madre, del cabaret Voltaire y de los lagos helados de Suiza donde una vez se bañaron antes de que él naciese.
– Sé poco de mi madre. Sólo que cantaba fados. En una carta metida en una botella que me dejó antes de marcharse me dijo que la vida tal como es, atroz y preciosa, desgarradora y sublime, desesperante y desesperada, es nuestro más preciado bien. Por eso debo llegar a un lugar que aún no sé cuál es y escribir el Libro del Hombre.
Sherezade lo miraba y acariciaba a Perrín, que jugaba debajo de la mesa y le daba lametadas en la mano.
– Y de que te servirá escribir todas esas historias, por maravillosas que sean. Nadie las leerá.
Ratón se levantó de la mesa y caminó en silencio hacia los grandes ventanales. Los tirantes cada vez le quedaban más justos en los hombros: sin darse cuenta había crecido pero seguía siendo un niño al que la infancia se le escapaba a la velocidad de una estrella fugaz. Detrás del ventanal el invernadero moría por falta de atención y se mezclaba con la mecánica ruinosa de las vías y las locomotoras varadas como ballenas. Seguiría el camino de aquellas vías hasta donde no tuviesen más allá, el mar, alguna montaña lejana…
– Tú los leerás.
– Iré contigo entonces. Viviremos el presente y sólo así viviremos eternamente.