Archivo mensual: noviembre 2011

SIMBAD

SIMBAD
Escrito por Miguel Coluccelli
Simbad ahora vive en Madrid. Llegó hace algúntiempo, un tiempo que a él mismo le es difícil precisar porque los vientos delos Mares del Sur lo aturdieron para toda la vida, igual que la malaria que loacechará hasta morir. Llegó a las costas del sur peninsular con la gargantareseca y con sólo media mano; la otra media la perdió en una refriega entrebucaneros y ladrones de princesas, después de cruzar el estrecho en una barcazaremera a la que llaman patera junto a otros aventureros llegados del África septentrional,como él. Nada quedaba ya de los fabulosos tesoros encontrados en Madagascar nide las princesas seducidas en la Polinesia. Ahora el salitre marino le ha borradoel tatuaje del brazo y el loro hace algún tiempo que murió ya, víctima dealguna extraña fiebre que la ciencia aún no ha alcanzado a investigar o dealgún huracán en el Cabo de Buenaesperanza. El pájaro, cuando vio que se levenía encima la última ola que podría resistir su plumaje, comenzó a chillar¡Al abordaje, al abordaje! Y desapareció entre la espuma del mar que se colabaya por todos sitios, por las escotillas, por las grietas de la madera, por losojos de buey y por todos los esfínteres de los pocos marineros que aún quedabana bordo y que se ahogaron irremisiblemente, antes de que el bajel terminase dehundirse para siempre en lo más profundo del océano. Otros aseguran que vieronal loro morir desplumado y devastado por las fiebres mientras Simbad,arrodillado a su lado sobre la arena, debajo de una palmera, le lloraba susúltimos instantes al animal. Ahora Simbad vive en Madrid y ya no lo llamanSimbad el marino, como fue conocido cuando navegaba por todos los mares yocéanos, ni siquiera es conocido como Simbad el cargador, como le llamaban enlos arrabales de Bagdad por su oficio de cargador de fardos. Ahora Simbadtrabaja en un bar de Lavapies llamado El Mala Fama y sirve pinchos de tortillacon manos grasientas a las prostitutas que frecuentan el barrio y que bebenvermú acodadas en la barra mientras se toman un descanso entre faena y faena. Algunade ellas que ya le resulta familiar, ocasionalmente, le pide una cerveza y ledice: – Tómate tú otra, morito-, y Simbad, con la mano que le queda entera bebea cortos tragos un botellín helado mientras recuerda los tiempos en que paseabalentamente entre las arboledas y los jardines, comiendo frutas exóticas ypasando largos ratos admirando el lugar donde se encontrase, cuidado de susmagulladuras por una odalisca que le untaba ungüentos de fórmulas secretas quele aliviaban como si hubiesen sido fabricados por el mismísimo Alah.. Ahora lasodaliscas llevan minifalda y medias de rejilla, fuman Fortuna y cobran cincomil la hora, según les dé. Trabajan en grupos de dos o de tres compañeras enlos aledaños de Sol y entre servicio y servicio pasan a tomarse una cerveza albar del morito desconocido al que observan hacer malabarismos con los cuchilloscuando él no se da cuenta de que lo están mirando.
He visto hombres y mujeres de todas las clases, por eso casi nada meimpresiona. He visto mamalik, mujeres hermosas, negros deltamaño de una columna jónica, tierras y propiedades maravillosas, caravanas demetales y piedras preciosas, desembarcos, he aprendido a extraer el veneno delas serpientes y después a encantarlas con el silbido de una flauta que alguienparecido a mi dios me enseñó a tocar y durante largo tiempo he vivido una vidallena de agrado y de placeres y exenta de preocupaciones y más molestias quelas del saqueo, la violación, la rapiña y el pillaje, disfrutando con toda mi almade cuanto me gustaba y comiendo manjares exquisitos y bebiendo bebidas deembriagadores sabores mientras una belleza oriental de cálidas nalgas memasajeaba la espalda con sus talones. Perdí una mano luchando contra piratasfilibusteros y hasta eso fue mejor que estar aquí, limpiando retretes decompresas, condones y jeringuillas, fregando el mostrador con una bayetamugrienta y sirviendo anisete a meretrices. Soy Simbad el marino y una vez fuiconocido en todos los mares que figuran en los mapas y aún en algunos que no yhasta los monarcas de Damasco preparaban mi recepción al ver las velas de mibarco aparecer al fondo del horizonte. Soy Simbad el marino, el que ha navegadosin brújula ni astrolabio ni cartas de navegación, tan sólo guiado por la rutade las estrellas que he memorizado y ahora vivo en una ciudad llamada Madrid ysólo yo sé que en algún lugar guardé una docena de diamantes de un tamaño nuncavisto y llegará el día en que volveré a buscarlos, lo juro por Alah, el grande,que venció al dios Jehová en un combate de lucha grecorromana.
Christal, cuyo verdadero nombre eraMaría del Pilar, oculta detrás del humo de su Fortuna pretendía aparentar queno se daba cuenta de que el morito que se hacía llamar Simbad la miraba como sile hablase, como si le estuviese diciendo algo desde el más allá, que la mirabacon el desprecio con el que miran los príncipes pero con una mirada cargada decompasión al mismo tiempo. Entonces ella se enfrentó a sus ojos afilados y allíse encontró a sí misma reflejada, fija e inmóvil, pero sintió que no era a ellaa quien él miraba sino que lo hacía a algo que ya no se encontraba allí, a algodel pasado que se perdió hace mucho tiempo ya en un horizonte lejano. – ¿Quéquieres morito? Le preguntó ella. Entonces, aquel hombre, por primera vez,cambió el semblante y súbitamente pareció otra cosa que nunca antes habíaparecido, arrojó la bayeta y, acodándose al otro lado de la barra, acercó lacabeza a la de ella hasta situarla a unos pocos centímetros. Ella no se movió. Entoncesél le dijo:
– ¡Quien desea encontrar el tesoro sinigual de las perlas del mar, blancas, grises o rosadas, tiene que hacerse buzoantes de conseguirlas!
¡A la muerte llegará en su esperanza vana quien quisiera alcanzar la gloria sinesfuerzo! Ni tú ni yo somos lo que parecemos pero realmente se podría decir quesólo somos yo un camarero y tú una puta pero si quieres te puedo contar mihistoria. Soy un fabuloso contador de historias.
– ¿Y qué historias son esas, morito? Lesalió a ella, casi sin aliento.
Entonces Simbad comenzó su relato casidesde el principio, cuando era cargador de bultos sobre la cabeza en Bagdad, lehabló de la pobreza de sus padres y de la primera vez que, aún niño, vio elmar, en el puerto de Biblos, le habló de los barcos, del Jordán, de loscomerciantes, de serpientes encantadas por la música de una flauta u otroinstrumento de viento, de los caballos y de las heridas de su cuerpo, de lafabricación de pócimas que le enseñaron las mujeres en Jericó a cambio de susemilla, de sus conversaciones con Alah, el grande y de la fiebre que lo azotó,le habló de diamantes y de tesoros escondidos y de hombres capaces de rebanarla garganta por el beso de una mujer y le dijo que había hablado también con eldios del hombre bárbaro, que era orgulloso y no le gustaba perder a la luchalibre, así le estuvo hablando hasta bien entrada la noche, con el bar casivacío ya y ella lo escuchó sin temer que le estuviesen mintiendo porque lashistorias que escuchaba, verdaderas o falsas, eran como la música que salía dela flauta del encantador, dejaba la cabeza y los músculos sin voluntad y laesperanza de que no acabasen nunca, historias venidas de alguna parteinimaginable para ella, de otros lugares, de otros tiempos y aquel hombre deedad imprecisable habló y habló casi hasta el amanecer con su extraño acento yllegó un momento en el que ella dejó de recordar, vencida por el sueño y laembriaguez de aquella historia infinita y de pronto ya era de día y ella ya noestaba allí sino en su propia cama en su cuarto de la casa que compartía consus compañeras y no tenía la certeza de si todo aquello lo escuchó o fue creadopor su propia mente o por alguna droga que tomó sin saber que la tomaba pero,al volver allí horas más tarde el morito ya no estaba. Se sentó en su sillahabitual y pidió vermú pero esta vez el camarero que se lo sirvió era un gordocon bigote y brazos peludos como los de un orangután. Miró a su alrededor peroya no fue capaz de encontrar nada de lo que creía estar buscando.
Se sintió bien cuando la tormenta deagosto lo sorprendió en un lugar donde no había nada donde protegerse salvo losárboles. Mojarse de aquella manera, con el salpicar del agua al caer le traíarecuerdos relacionados con la navegación de cabotaje. Caminaba por Alcalá y en la Plaza de la Independencia giróhacia el estanque del Retiro, donde sabía que otros marineros se las ingeniabanpara sobrevivir con habilidades aprendidas en antiguas singladuras. Dragomanes,bailarines, trapecistas, músicos, vomitadores de fuego, fabricantes decuchillos, poetas… Se sentó en una de las piedras de basalto y mirando haciael estanque recordó lo que una vez fue remar en el Mediterráneo. Antes dellegar allí había entrado en una tienda vegetariana a comprar tofu y manzanas ynueces, se había abastecido bien para poder pasar la noche al aire libre,mirando las estrellas y sin tener que volver a la pensión de mala muerte dondevivía. Miró a su alrededor. No había dormido pero no estaba cansado. Habíapasando la noche recitando historias como si se tratasen de poesías memorizadaso el Corán, que una vez se grabó en las axilas y del que no quedaba más que unamancha. Entonces miró al estanque, a su espalda. Allí las carpas comían restosde palomitas de maíz y cáscaras de pipas. Las vio moverse en el agua y recordócuando escapó de una perdición casi segura tras uno de los muchos naufragiosque vivió. Aquella vez acabó con el cuerpo lleno de contusiones, los pieshinchados y con huellas de mordeduras de peces, que se habían llenado la barrigaa costa de las dentelladas que le habían dado en las extremidades. Pasó dosdías desmayado en la playa de una isla desconocida, vencido más por la fatigaque por el dolor y con el sol cayéndole con toda su prepotencia sobre la nuca ysobre la cabeza. Cuando despertó, sus piernas no funcionaban y, aún así, fuecapaz de arrastrarse hacia el interior donde encontró árboles frutales y aguaque manaba de manantiales. Allí pudo descansar durante varios días y ahora,sentado sobre una roca de basalto en el Retiro, sonríe mientras todos aquellosrecuerdos recorren su mente, los atrae hacia su memoria casi como si losnecesitase contra la soledad que encontró cuando fue desterrado de los mares.Dejó su pequeña bolsa a un lado, sobre la misma piedra en la que estabasentado. La abrió y sacó del interior una flauta de encantador de serpientes.Mientras Madrid bullía alrededor del Retiro. Los coches se pitaban unos a otrosen Alfonso XII y la gente sudaba en la estación de Metro de Atocha por llegar asus casas. Simbad tomó la flauta con mano y media. No resultaba fácil tocar laflauta con virtuosismo con sólo ocho dedos. Se la llevó a la boca y, antes deempezar a soplar, cerró los ojos. Y entonces, a través de su instrumento,comenzó a ejecutar formas y sonidos similares a los que en fiestas y enfestines alegraron a príncipes y ricos mercaderes y en uno de los palacios delrey Mihraján fue recompensado por hacer salir a las serpientes de su cesto yhacerlas bailar al son de aquella melodía sin notas. Y en torno a él, sentadosobre una piedra en el estanque del Retiro, con el lago detrás como si fuesecualquier océano, se fue congregando cada vez más gente y las niñas y los niñoscomenzaron a danzar y los vomitadores de fuego escupieron llamas al son de sumelodía y así siguió tocando durante un buen rato, con los ojos cerrados,repasando cada marea navegada, cada tormenta vivida, cada isla descubierta,cada vulva apoderada, cada falo aprehendido, cada dios adorado, cada joyarobada, cada daga hundida y hasta el final de la melodía y hasta el momento enque por fin cesó la gente se había arremolinado a su alrededor, y ya casi nocabían y cuando dejó de soplar por el canal y las notas cesaron todos los queallí se habían congregado permanecieron en silencio durante un tiempo imposiblede precisar. Simbad bajó los brazos y se apoyó sobre las rodillas. Entonces, enmedio del silencio, un joven con pelo de rastafari y pantalones de surf seacercó y puso una moneda sobre su bolsa, se giró y, al volver sobre sus pasosse encontró con que una niña seguía su mismo camino y depositaba otra moneda yasí, en peregrinación, todos fueron desfilando y poniendo su moneda durante unlargo rato hasta que la bolsa quedó llena de monedas, como si fuese un tesoro yél quedó solo de nuevo cuando todos se hubieron marchado. Tan sólo una personahabía permanecido sin moverse y lo miraba desafiante en su incredulidad.
– Hola, morito. Le dijo desde lasprofundidades marinas. Su minifalda de volantes parecía una serpentinaalborotada por la suave brisa.
– No es la primera vez que toco laflauta para amenizar el trabajo de las prostitutas. Le contestó. Me hacesrecordar Damasco.
Ella estaba de pie, frente a él, y elsol de agosto había comenzado a caer y todo se preparaba para cambiar de color,y adquirir la tonalidad anaranjada de los anocheceres de agosto en Madrid.
– ¿Y ahora qué harás, morito?
Simbad miró a su alrededor. Patinadoresse deslizaban a toda velocidad de oriente a occidente y las echadoras de cartasrecogían ya sus mesas plegables y sus tarots. El día había sido bueno gracias alos turistas y ahora le tocaba al lago convertirse en el espejo donde todas lasestrellas reflejarían su luz nocturna en medio de la quietud más absoluta.
– Esta ciudad está medio podrida. Creoque me iré a Nueva Orleáns. Allí buscan trompetistas para tocar con el hombrenegro.
Christal, Maria del Pilar, sonriólevemente para ocultar que, en el pasado, su fe en el amor le hizo perder unmolar y la dignidad. Simbad, que había leído su dolor en sus ojos hace tiempo, allísentada en la barra de aquel bar, había comenzado a meter en la bolsa todas lasmonedas y a desarmar la flauta mágica. Cuando hubo terminado, se acercó a ellacaminando lentamente, casi como si reptase. Su tatuaje desteñido era el testigode otros tiempos pasados. La enfrentó a pocos centímetros y entonces ella lesonrió abiertamente.
– ¿Y mientras te vas a Nueva Orleáns,darías un paseo por la Castellana con una puta?
– No sé. ¿Me cobrarás por el paseo?
– Aún no te he pagado por la música ytodos los demás sí lo han hecho.- Dijo señalando la bolsa de monedas.
Al fondo, desde donde termina Colón, se ve Alcalá ymás al fondo aún, un atardecer de sol rojo rabiado bajo el que dos figurascaminan por la acera de Correos. Él le ofrece una nuez que ha abierto con otra,con un movimiento que a ella le ha parecido de prestidigitador. Le va contandocon un acento en el que parece que las eses se multiplicasen, cómo mil vecesamó allá en Persia, como perdió a las más bellas esposas, a las mujeres másqueridas y ella lo escucha parlotear y lo mira mover las manos y se dejahipnotizar de nuevo por el encantador de serpientes que dice haber navegado portodos los mares con la única compañía de un loro.