El Demiurgo. El Demiurgo de las palabras. Con el frescor de la hierba de la mañana, el olor al ozono de la lluvia caída durante la noche a mi alrededor, el campo de margaritas recién florecidas… Comencé a escribir la lengua que debía ser única y universal, no pronunciable, por el momento, sólo escribible y desencriptable. Comencé escribiendo sobre servilletas de papel mis microgramas garabateados con la inquebrantable ingenuidad del que espera terminar su camino en un gran hallazgo. Pero con el paso de las servilletas, de las cuartillas encontradas en colegios abandonado la ingenuidad fue desapareciendo en aquel caos organizado que comenzó a tener forma y las palabras empezaron a bullir dentro mi mente febril. Los vocablos de mi idioma se mezclaban con los de otros y pronto el diccionario tal y como lo conocemos, tal y como nos lo enseñaron, se convirtió en el diccionario de todas las lenguas cuyas palabras eran ordenadas alfabéticamente casi hasta el infinito en una nueva gramática en la que se juntaban estructuras de cada idioma creando la lengua perfecta. No contento con ello comencé a mezclar los prefijos con los sufijos, las terminaciones con los plurales convirtiéndolos en singulares o en géneros tan sólo descifrables por el entorno y el contorno de la palabra. El verbo pasó a ser cosa y las conjugaciones descubrieron tiempos de otras dimensiones distantes al presente, al pasado o al futuro. Lo que era principio pasaba a ser fin o complemento, símbolos de idiomas orientales, cirílicos o del antiguo Egipto aparecían y desaparecían mezclados con letras de nuestro alfabeto y de ahí su impronunciabilidad: tan sólo la lectura o la escritura eran posibles en esta nueva lengua universal e infinita en la que ya no eran necesarias las descripciones porque la simbología del texto era suficiente. Escribía aquellos microgramas de izquierda a derecha pero, si era preciso, su orientación podía cambiar y adquirir sentido de derecha a izquierda o en diagonal o en forma helicoidal: todo el significado cambiaba en función de las múltiples variantes que ofrecían los textos. Así, lo que inicialmente fue una pesadilla demente se convirtió en una herramienta de utilidad no antes conocida que desafiaba con su rebeldía todas las formas de comunicación anteriores. Pasaron años en los que estuve escribiendo aquella lengua que pretendía terminar con el Demiurgo que nos mantenía perdidos y obligados a entender la literatura como una realidad invariable a la que nos veíamos forzados y, cuando hube escrito más de un millón de papeles los encerré en un cajón donde sólo mi hijo recién nacido y al que llamé Ratón por sus orejas puntiagudas de roedor y yo sabríamos dónde estaría escondida la llave de su cerradura. Él debería ser el mesías que difundiese aquel lenguaje que uniese a los hombres en el nuevo mundo, el que contase la historia de la humanidad en una nueva lengua, el que hablase de las revoluciones, de los holocaustos, de la pintura y de la escultura, de la música y de la pobreza, en fin… de todo lo sucedido al hombre y enseñaría de nuevo a leer lo que todos habíamos olvidado pero esta vez de una forma renovada y universal.
Después de aquel trabajo agotador miré hacia el mar en silenciosa soledad. O tal vez imaginé que aquello que divisaba en el horizonte era el mar. Ya no tenía envidia de Dios y sólo recordaba fotografías trastocadas que descomponían el mundo conocido, gárgolas y bicicletas y vías de tren sepultadas entre la maleza, cuadros que alteraban la realidad de lo visible, que la falseaban y que desafiaban la tiranía del Demiurgo. Miré hacia el mar y vi un barco que hacía años que partió en medio de un oleaje incierto. Junté en el cajón todas aquellas fotos atrevidas junto a mis papeles para ayudar a comprender al que las descubriese que la realidad no era una sino que eran muchas y que lo que nos habíamos obligado a conocer estaba cambiando aunque no supiésemos qué era lo que estaba por llegar. Ratón se acurrucó en su pequeño junto. El pálido fuego con el que nos calentábamos era suficiente para los dos.