Archivo mensual: marzo 2012

Vecindario (I) Miguel Coluccelli

Somos pobres. Somos pobres de verdad, pero no de voluntad. A veces tenemos hijos sin saber bien qué vamos a hacer con ellos. Esos hijos son para nosotros el pararrayos de la hermosura y de la inteligencia y ellos nos odian. Son, acaso, felices, cuando los llevamos por las mañanas a su preciosa guardería  y allí juegan con otros niños pero a medida que va avanzando la mañana comienzan a sentirse amargados porque llega el momento en que tienen que encontrarse con nosotros, sus padres, que los levantamos cuando los vemos, les cantamos

Miguelín chiquitín

Se quería casar

Y quería vivir

A la orilla del mar

o tonterías semejantes mientras los otros infantes se matan de risa siendo el público de la escenita. Entonces los niños, nuestros niños, nos odian y prometen venganza en un periodo comprendido entre la primera comunión y el comienzo del servicio militar.

Luego están los que viven solos, a los que el vecindario siempre acude cuando ocurre algo en el edificio. Que si el abuelo del tercero ha sufrido un accidente en las escaleras. Que si la el canalón del desagüe está atascado y está inundando de inmundicias la cocina de la señora del quinto.

Total, usted no tiene una familia que atender.

Total, yo no tengo una familia que atender, lo que me convierte en un pobre diablo al que le gusta que lo pisoteen y dispuesto a jugarse la vida desatascando un canalón o enderezando el pararrayos que está torcido y hace que la televisión se vea con lluvia.

Total, usted no tiene una familia que atender. A ver si pudiese encargarse, Don Miguel, que yo tengo a los nietos en casa, fíjese, ahora que la niña se separa de ese desgraciado que no sé ni cómo no la ha terminado matando o algo peor, Don Miguel, y ahora tienen que andar de abogados, qué vergüenza, qué dirán, Don Miguel, qué vergüenza, ande a ver qué puede hacer con el canalón, ande, ande y suba… Yo estoy por aquí si me necesitase, que algo podré hacer aunque poco porque de costurera toda la vida… ya sabe usted que esas cosas son de hombres y usted tiene tanto tiempo…

Yo tengo tanto tiempo.

Y claro, no vale de nada decirle a la señora Gutuso que el canalón y la cocina de la vecina del quinto, inundada o no, me importan tres carajos y que si vivo solo es porque no quería aguantar a nadie y mucho menos a vecinas con hijas en proceso de divorcio o con abuelos que te hablan del tiempo cada vez que se te cruzan en el ascensor y claro, ahí estás atrapado como en una caja de muero compartida y tienes que soportar la charla sobre si hoy mejorará pero que el fin de semana volverá a llover y así cinco pisos y que ya hice bastante llamando a una ambulancia cuando el abuelo del tercero cayó rodando por la escalera y además lo acompañé hasta urgencias y estuve allí media noche escuchando unos lamentos que ni la Calas. Y todo por vivir solo. Ladra perro!

Llegué al edificio una noche, con mis dos maletas y las llaves del apartamento en un bolsillo. Llegué de noche precisamente para evitar vecinas y porteros que me acribillasen a preguntas estúpidas sobre si me acostaba tarde, me levantaba temprano o sobre qué periódico leia pero sobre todo que me mirasen inquisitoriamente, con la desconfianza con la que se mira “al de fuera”. Aún así, subiendo las maletas andando cinco pisos porque no cabíamos las maletas y yo en el ascensor, sentía en el cogote la mirada fantasmagórica de los vecinos a través de las mirillas de sus puertas que comenzaban su juicio sumarísimo. Llegue al vecindario con mis maletas y ahora limpio canalones. Canejo!


Algo huele a podrido en Madrid. Madrid es una prisión. Miguel Coluccelli

 

I

 

Entre penas y perdón el amor se va. Y se terminó yendo. Desde entonces duermo con el demonio a un lado y con mi gato Ratón al otro. No sé quién es peor. Al diablo le apesta el aliento. El gato maúlla toda la noche hasta volverme loco. Le doy una patada o un manotazo y vuelve a por más. Es un jodido gato camorrista. De Vallekas. Seguro. Me bufa. Vuelve a maullar. Miro el reloj y siempre son las cuatro y ahora el gato está cabreado. No me duermo porque temo que me arañe el cabrón vengativo. Echo un trago de cerveza caliente que aún queda en una lata en algún lugar del suelo al que casi a ciegas llego con el brazo. Las persianas están completamente subidas por el calor y la luz de las farolas entra hasta lo más profundo de la retina. El diablo parece que se va a despertar cuando agarro la lata de cerveza pero no. Sólo gruñe un poco entre sueños. Tengo pagada la pensión hasta el lunes. En el después no quiero ni pensar. Repaso los recuerdos, el vaivén azul del mar. No. No quiero pensar. Estoy solo en Madrid. Pero siempre me queda ese bar donde entras el viernes y, de pronto, ya es lunes. Estoy solo en Madrid, sí, y tan sólo ese bar es verdad. Nadie habla allí. Sólo beben. Todos se mueven como espectros y cuando entro por la puerta noto que el diablillo cachondo  que me acompaña sonríe de medio lado. Algo bueno va a pasar y él lo ve venir. Todavía tengo fuerzas para unos tequilas y para un revolcón. Me llamo Steve y he vuelto.

 

II

 

Los mendigos y los yonkis me  traicionaron aquel día. Los mendigos y los yonkis siempre te terminan traicionando aunque los invites a cervezas por la cara en el mes de Julio y en el rincón más tórrido del tórrido Madrid. Yo venía de una fiesta. Una fiesta dedicada a mí mismo. Llevaba corbata, traje y unos zapatos llenos de polvo y mugre. A juego con el resto de la ciudad. Que te publiquen tu primer libro es motivo para ir de fiesta y la mía había sido una buena fiesta. Con putas, farlopa, champán  y sobre todo con mucho, mucho confeti. Adoro el confeti. Antes de empezar con la priva mañanera con mis amiguetes improvisados decidí santificarnos a todos un poco. Estábamos en el centro de Madrid, en Tirso de Molina. Los había encontrado allí, tirados, como suelen estar, y decidí montar una pequeña algarabía con aquella buena gente. Si Dios estaba siendo clemente con el más miserable de los seres de la creación, también ellos tenían derecho a remojarse la garganta con unas birras fresquitas. Pero no sin antes bendecir aquella reunión. Me subí a una de las cajas de latas de cerveza que acababa de comprar y, desde lo alto me agarré por los huevos y comencé con el misal anglicano que había aprendido en mis años británicos: hold this. It´s full of my Glory. Pronuncié salmódicamente y con la solemnidad vaticana que le había visto al párroco de mi pueblo. Los pequeños chinorris gritaron Amen casi al unísono, como un maravilloso coro de beatíficos angelitos. Entonces comencé a repartir los panes y los peces, es decir, los bocabits y los maicitos y ellos comenzaron a privar como Dios manda. Todos parecían felices. Hasta se podía decir que Dios estaba pedo aquella mañana. Sangre de Cristo con patatas fritas de bolsa y cebolletas en vinagre. Cuerpo de Cristo. De pronto, a lo lejos y con pinta de zorra bíblica apareció la reina de la charanga improvisada. María Magdalena, también conocida como Yolanda, se me acercó porque su nariz puntiaguda y sus pitones apuntando siempre hacia donde podría haber algo que trincar. Los medios eran lo de menos y sus tetas y lo demás eran parte de aquellos medios. Yo bebía mientas ella se acercaba y pude observar que la jamelga ganaba en las distancias cortas. Una cicatriz le cruzaba la frente. Algún castigo divino por sus pecadillos, seguro. Acabo de publicar mi primera novela, le dije. Se supone que soy escritor. Tengo una agente gorda, un ordenador y me quedan dieciocho neuronas jugando al Tute. La Magda me miraba sonriendo. ¿Me invitas a una cervecita, señor escritor? La Magda, Yolanda, había comenzado definitivamente con la operación camelo. Le acerqué una bien fresquita y se la pasó por su escote generoso y por el canalillo. Mi marido está en el trullo. Me dijo. Ah. Le dije. Y eso…. ¿Y eso está bien o está mal? Le pregunté. La niña me miró sonriente y radiante de Norte a Sur  pasando por donde abulta la cartera. No está ni bien ni está mal: no está. Efectivamente, si no estaba, el marido de la sagrada putilla no sería un problema para algo parecido a un ñakañaka salvaje. No era Brigitte Bardot pero hasta ahí sí podíamos llegar, dadas las circunstancias.

 

III

 

Las mollejas de corderito estaban excelentes y la oreja de cerdo crujía cartilaginosamente entre los dientes. Yolanda las aderezaba con gotitas de limón, sentada en mis rodillas mientras bebíamos vermú de barril. Ella me decía que alguno de los del grupo con los que había estado bebiendo y charlando amistosamente me traicionaría antes de que terminase la fiesta, posiblemente el bajito de la nariz corva y la mirada aviesa que estaba acodado en una esquina de la barra. Ese me acabaría intentando robar antes de acabar la tarde. Como una premonición bíblica. Así me lo advertía. Nunca supe si trataba de protegerme o si lo que pretendía conseguir era el botín completo para ella pero, como mejor escritor del recién estrenado siglo XXI al menos a este lado del Atlántico, podía permitirme que me robasen como mínimo el reloj así que me dejaba querer por la pelirroja y sus muslos. Además yo era hijo de madre soltera y aunque viví con ella hasta los diecisiete apenas la conocí así que decidí adoptarla como mamá por unas horas antes de que llegase el momento de cambiar los roles madre hijo por el de pecadores pecadores. Y así, Yolanda-María Magdalena me metía las mollejas en la boca con trocitos de perejil y ajo tostado y, mientras me sonreía y me daba besitos fulminaba con la mirada al Judas de la nariz torcida que estaba apoyado en la barra acechando su presa que, incauta, estaba comenzando a recuperar la ebriedad recientemente perdida y que aspiraba a poseer a la mujer del presidiario, a sus liendres y a sus purgaciones. La penitencia llegaría después pero a quién le preocupaba la penitencia entre tetas, mollejitas y vermú. Cuando ella me dijo nos vamos a mi casa, que está aquí al lado, sólo a una manzana,  yo ya no podía mantenerme de pie y casi ni sentado. Lo intenté una, dos, tres veces pero no hubo manera y, según recuerdo, salí más o menos a hombros de ella.

 

IV

 

Del final ya no me acuerdo ya. Desperté tirado y solo en la plaza. Sin cartera y sin peluco. Atardecía y mis muchachos habían desaparecido. Un poli de paisano hacía trapicheos de jaco con un pobre diablo despistado: lo intimidaba. Lo amenazaba. Le quitaba buena parte del botín y lo amenazaba con el calabozo y un par de ostias. Mi corbata ya no estaba. La acababa de comprar en un saldo de HM por tres euros y me gustaba. Una pena. Estaba tirado en un banco, desollado por la resaca y, a lo lejos confundía las calles que tellevan al Rastro con Oxford Street. Había escrito un libro, la mejor novela del siglo XXI y aquello era suficiente para sentirme bien. A duras penas me levanté del banco, trastabillado, sucio, maloliente y descangallado. Busqué en mis bolsillos para ver si quedaba algo. Un cigarro al menos. Nada. Ni la dignidad me dejaron ya. Pero no importaba. Había publicado la mejor novela de lo que llevamos de siglo y lo demás daba igual. Mi agente gorda me lo había dicho. El de la distribuidora me lo había dicho y la fulana que me agencié en la fiesta me lo había dicho. Comencé a caminar Tirso de Molina abajo con las manos colgando a lo largo de mí mismo en busca de mi casera que posiblemente ya habría sacado mi maleta y mis libros de la habitación de alquiler. No importaba. Aquel era un gran día, gracias a Dios.

El Planetoide – Tendencias I

Well, that’s just the way it goes
This city is so cold
And I’m … I’m so-so
That’s why I know (I say hey)
Born to lose
Born to lose
Born to lose
Baby I was born to lose
La vieja herrumbre de las fábricas de la Revolución Industrial se retuercen por el óxido. La maleza los ha ido devorando y los techos de uralita, las vías por donde hace años que no circulan trenes se pierden de vista entre la maleza. Los más afortunados han sido reconstruidos y tranformados en centros de exposiciones y las autoridades locales se inventan el turismo industrial. Los viejos colosos se desintegran entre la arboleda perdida. El mundo se derrumba más allá de lo que nunca pudimos imaginar. El muro berlinés lo hizo cuando el siglo XX moría. El mundo capitalista agoniza en ese movimiento revolucionario que llamamos crisis y mientras los hijos del capitán Sparrow asaltan y secuestran barcos en Somalia financiados por Al-Qaeda. A la Libia de Gadafi le costó 30.000 vidas la libertad. Siria va por 8.000 y otros 2.000 cruzan caminado a Líbano: parece mejor lugar para morir. Mientras ni los presidentes blancos ni los negros intervienen. Mahoma es su profeta.

En Europa las putas de París vuelven a estar de moda otra vez: la inflación se ha comido sus tarifas y sus mejores clientes son rusos enriquecidos por el contrabando de armamento de los viejos arsenales de la extinta Unión Soviética. Nadie sabe dónde están las ojivas pero ellas los han convertido en los mejores clientes para todo: no regatean jamás. Mientras tanto muy pronto la hambruna llegará a los Pirineos y los emigrantes sudamericanos prefieren quedarse en casa antes de que los maten en la vieja Europa. A Francia ya no le llega la energía y a Japón le sobra la radioactividad. En España pronto volveremos a sacar las barricadas a la calle: no resistiremos ser seis los millones sin trabajo. Seguro. Volverá a correr la sangre por las calles. No es la primera vez.

El nivel del mar sube por el deshielo de los casquetes polares y Steve Jobs nos deja un poco más solos. Nos dejó mejor comunicados y se marchó. Bill Gates dona su fortuna y se pregunta: ¿qué debemos hacer? Tolstoi ya lo hizo. Murió de frío junto al Volga.

Esperamos el Big Crunch, gracias a dios, para que todo vuelva a empezar.

Y frente a ello se comienza a levantar la ciudad futurista, abstracta. No sabemos si sentir nostalgia o si asustarnos ante lo que se eleva frente a nuestros ojos atónitos. La buena noticia es que seguimos siendo impresionables, que estamosaquí con nuestras cámaras, con nuestros telescopios, con nuestros ordenadores y nuestros bolígrafos para hacer que la historia continúe escribiéndose en sonidos, en imágenes, en palabras…

¿Estamos desolados? No. Es el fin del mundo. Pero viene otro. Lo vemos llegar en lontanalza y nos defendemos con la cultura.

Homenaje a MOLLY

Algunas veces es lo que  querría todo rodeado de rododendros y madreselvas descuidadas como si el lugar que habito fuese una jungla  o un gran jardín así lo llamaba tu jardín mi jardín y lo hacía suyo sin pudor incluso en mis peores días del mes y entonces los rododendros me gustaba pronunciar esa palabra en francés en francés se vuelve casi impronunciable pero él la pronunciaba tan bonito yo no sabía si la decía más o menos correctamente pero la decía tan bonita colocando su lengua dentro de su boca en lugares inimaginables del paladar y yo se la hacía repetir en francés para mí y  no sabía si él lo estaba diciendo bien o mal pero lo decía con tanta belleza el sonido que salía de su boca era tan bello rododendro en francés rododendro y las erres dejaban de raspar y se convertían en su boca un poco en ges y eso era cuando no estaba enfadado conmigo porque había hecho tal o cual cosa o lo había puesto celoso hablando de algún amante del pasado casi por casualidad sin darme cuenta me había salido y él se había enfadado y se había marchado o se había encerrado en su despacho y entonces yo aparecía en su habitación y él estaba escondido detrás de sus papeles y de sus imperfecciones  y de todos sus miedos y yo aparecía por la puerta sólo con mi ropa interior y le sonreía y él se enfadaba más todavía porque no podía resistir abrazarme y se enfadaba porque no podía resistir abrazarme y entonces me abrazaba y metía su mano por mi sujetador y yo le alborotaba su pelo largo y ondulado y él no era nadie para enfadarse por mi pasado pero se enfadaba y yo me enfadaba pero luego lo veía dormir en cualquier parte de la casa porque no quería dormir conmigo no aquella noche y entonces se acostaba en un sofá incómodo y yo lo veía dormir tapado con una liviana manta y en la penumbra viéndolo dormir así en medio del frío de aquella habitación en la que no estábamos ni él ni yo yo lloraba de verlo tan pequeño y quería abrazarlo dormido y despierto y algo se salía de mí y entonces él despertaba y me abrazaba y volvían a mi cabeza las madreselvas y los rosales sin podar así son más bellos y cada capullo de aquellos rosales espinados que jamás tijera antes había tocado me hacían daño y sangrar cuando los acariciaba pero no me importaba porque jamás los iba a podar los quería así tal y como habían nacido con toda su pureza y la sangre de mis dedos y toda mi sangre derramada desde que me hice mujer aquellas gotas se deslizaban por mis dedos por mis piernas como serpentinas y yo las oía desplazarse oía su sonido de riachuelos y el tiempo pasar y convertirme en mujer y no hice nada malo siendo mujer y siendo atractiva para los hombres si fue Él quien me hizo así la lista de amantes mi lista de amantes yo no la sé no la recuerdo pero la lista de mis amantes de la que él habla es inaceptable después de la lluvia de hoy ha entrado por la ventana el olor de la tierra mojada y toda la ropa que había colgado se ha vuelto a empapar pero era tan delicioso aquel olor al jazmín humedecido por el agua caída él hace con ello una descripción del universo pero para mí es tierra mojada y flores cuyos pétalos florecen como cuando yo misma florecí la primera vez que me encontré con él y no supe si besarlo o si besarlo pero sonreí y florecí y después vinieron tantas tantas cosas las niñas sus niñas que luego fueron mías pero no podría cortar aquellas espinitas que tanto pinchan las quiero así y el día en que nos encontramos por vez primera a solas todo aquello que sentí y mi fascinación por la carne era carne pero era algo más ahora ya no sé qué es pero nos habíamos quedado sin un chavo cuando él había perdido su trabajo y había tenido que redoblar el esfuerzo que hacía en el mío y los pocos ahorros que habíamos conseguido reunir se nos habían terminado con los alquileres sobre todo pero aun así él me seguía pidiendo el desayuno en la cama aquellos largos días en los que no tenía nada que hacer y yo le llevaba cualquier cosa porque él no estaba de buen humor en ningún momento del día y yo terminaba no estando de buen humor pero como lo quería todavía lo quería se lo llevaba y luego lo complacía pero luego él se levantaba y yo discutía con la señora del supermercado o la del ascensor que estaba demasiado ocupada haciéndome preguntas sobre nuestra vida personal en muchos momento había dejado de ser personal por las discusiones pero yo aún así lo quería y la señora del ascensor me había hecho llorar una vez saliendo del ascensor me había hecho llorar la monja esa que tenía menos de monja que yo y desde entonces la evitaba en la escalera cuando estuve con otras mujeres, era cuando tenía dudas sobre mí misma, sobre mi propia sexualidad pero sentía mi cuerpo tan hermoso cuando lo miraba desnudo en el espejo Luis XIV de la casa de mis padres lo veía tan puro pero él es tan débil y quejumbroso ahora que no tiene trabajo siempre se queja de su espalda y de que los años han pasado para él y que no sabe no sabe no sabe. (Under construction)