Algo huele a podrido en Madrid. Madrid es una prisión. Miguel Coluccelli

 

I

 

Entre penas y perdón el amor se va. Y se terminó yendo. Desde entonces duermo con el demonio a un lado y con mi gato Ratón al otro. No sé quién es peor. Al diablo le apesta el aliento. El gato maúlla toda la noche hasta volverme loco. Le doy una patada o un manotazo y vuelve a por más. Es un jodido gato camorrista. De Vallekas. Seguro. Me bufa. Vuelve a maullar. Miro el reloj y siempre son las cuatro y ahora el gato está cabreado. No me duermo porque temo que me arañe el cabrón vengativo. Echo un trago de cerveza caliente que aún queda en una lata en algún lugar del suelo al que casi a ciegas llego con el brazo. Las persianas están completamente subidas por el calor y la luz de las farolas entra hasta lo más profundo de la retina. El diablo parece que se va a despertar cuando agarro la lata de cerveza pero no. Sólo gruñe un poco entre sueños. Tengo pagada la pensión hasta el lunes. En el después no quiero ni pensar. Repaso los recuerdos, el vaivén azul del mar. No. No quiero pensar. Estoy solo en Madrid. Pero siempre me queda ese bar donde entras el viernes y, de pronto, ya es lunes. Estoy solo en Madrid, sí, y tan sólo ese bar es verdad. Nadie habla allí. Sólo beben. Todos se mueven como espectros y cuando entro por la puerta noto que el diablillo cachondo  que me acompaña sonríe de medio lado. Algo bueno va a pasar y él lo ve venir. Todavía tengo fuerzas para unos tequilas y para un revolcón. Me llamo Steve y he vuelto.

 

II

 

Los mendigos y los yonkis me  traicionaron aquel día. Los mendigos y los yonkis siempre te terminan traicionando aunque los invites a cervezas por la cara en el mes de Julio y en el rincón más tórrido del tórrido Madrid. Yo venía de una fiesta. Una fiesta dedicada a mí mismo. Llevaba corbata, traje y unos zapatos llenos de polvo y mugre. A juego con el resto de la ciudad. Que te publiquen tu primer libro es motivo para ir de fiesta y la mía había sido una buena fiesta. Con putas, farlopa, champán  y sobre todo con mucho, mucho confeti. Adoro el confeti. Antes de empezar con la priva mañanera con mis amiguetes improvisados decidí santificarnos a todos un poco. Estábamos en el centro de Madrid, en Tirso de Molina. Los había encontrado allí, tirados, como suelen estar, y decidí montar una pequeña algarabía con aquella buena gente. Si Dios estaba siendo clemente con el más miserable de los seres de la creación, también ellos tenían derecho a remojarse la garganta con unas birras fresquitas. Pero no sin antes bendecir aquella reunión. Me subí a una de las cajas de latas de cerveza que acababa de comprar y, desde lo alto me agarré por los huevos y comencé con el misal anglicano que había aprendido en mis años británicos: hold this. It´s full of my Glory. Pronuncié salmódicamente y con la solemnidad vaticana que le había visto al párroco de mi pueblo. Los pequeños chinorris gritaron Amen casi al unísono, como un maravilloso coro de beatíficos angelitos. Entonces comencé a repartir los panes y los peces, es decir, los bocabits y los maicitos y ellos comenzaron a privar como Dios manda. Todos parecían felices. Hasta se podía decir que Dios estaba pedo aquella mañana. Sangre de Cristo con patatas fritas de bolsa y cebolletas en vinagre. Cuerpo de Cristo. De pronto, a lo lejos y con pinta de zorra bíblica apareció la reina de la charanga improvisada. María Magdalena, también conocida como Yolanda, se me acercó porque su nariz puntiaguda y sus pitones apuntando siempre hacia donde podría haber algo que trincar. Los medios eran lo de menos y sus tetas y lo demás eran parte de aquellos medios. Yo bebía mientas ella se acercaba y pude observar que la jamelga ganaba en las distancias cortas. Una cicatriz le cruzaba la frente. Algún castigo divino por sus pecadillos, seguro. Acabo de publicar mi primera novela, le dije. Se supone que soy escritor. Tengo una agente gorda, un ordenador y me quedan dieciocho neuronas jugando al Tute. La Magda me miraba sonriendo. ¿Me invitas a una cervecita, señor escritor? La Magda, Yolanda, había comenzado definitivamente con la operación camelo. Le acerqué una bien fresquita y se la pasó por su escote generoso y por el canalillo. Mi marido está en el trullo. Me dijo. Ah. Le dije. Y eso…. ¿Y eso está bien o está mal? Le pregunté. La niña me miró sonriente y radiante de Norte a Sur  pasando por donde abulta la cartera. No está ni bien ni está mal: no está. Efectivamente, si no estaba, el marido de la sagrada putilla no sería un problema para algo parecido a un ñakañaka salvaje. No era Brigitte Bardot pero hasta ahí sí podíamos llegar, dadas las circunstancias.

 

III

 

Las mollejas de corderito estaban excelentes y la oreja de cerdo crujía cartilaginosamente entre los dientes. Yolanda las aderezaba con gotitas de limón, sentada en mis rodillas mientras bebíamos vermú de barril. Ella me decía que alguno de los del grupo con los que había estado bebiendo y charlando amistosamente me traicionaría antes de que terminase la fiesta, posiblemente el bajito de la nariz corva y la mirada aviesa que estaba acodado en una esquina de la barra. Ese me acabaría intentando robar antes de acabar la tarde. Como una premonición bíblica. Así me lo advertía. Nunca supe si trataba de protegerme o si lo que pretendía conseguir era el botín completo para ella pero, como mejor escritor del recién estrenado siglo XXI al menos a este lado del Atlántico, podía permitirme que me robasen como mínimo el reloj así que me dejaba querer por la pelirroja y sus muslos. Además yo era hijo de madre soltera y aunque viví con ella hasta los diecisiete apenas la conocí así que decidí adoptarla como mamá por unas horas antes de que llegase el momento de cambiar los roles madre hijo por el de pecadores pecadores. Y así, Yolanda-María Magdalena me metía las mollejas en la boca con trocitos de perejil y ajo tostado y, mientras me sonreía y me daba besitos fulminaba con la mirada al Judas de la nariz torcida que estaba apoyado en la barra acechando su presa que, incauta, estaba comenzando a recuperar la ebriedad recientemente perdida y que aspiraba a poseer a la mujer del presidiario, a sus liendres y a sus purgaciones. La penitencia llegaría después pero a quién le preocupaba la penitencia entre tetas, mollejitas y vermú. Cuando ella me dijo nos vamos a mi casa, que está aquí al lado, sólo a una manzana,  yo ya no podía mantenerme de pie y casi ni sentado. Lo intenté una, dos, tres veces pero no hubo manera y, según recuerdo, salí más o menos a hombros de ella.

 

IV

 

Del final ya no me acuerdo ya. Desperté tirado y solo en la plaza. Sin cartera y sin peluco. Atardecía y mis muchachos habían desaparecido. Un poli de paisano hacía trapicheos de jaco con un pobre diablo despistado: lo intimidaba. Lo amenazaba. Le quitaba buena parte del botín y lo amenazaba con el calabozo y un par de ostias. Mi corbata ya no estaba. La acababa de comprar en un saldo de HM por tres euros y me gustaba. Una pena. Estaba tirado en un banco, desollado por la resaca y, a lo lejos confundía las calles que tellevan al Rastro con Oxford Street. Había escrito un libro, la mejor novela del siglo XXI y aquello era suficiente para sentirme bien. A duras penas me levanté del banco, trastabillado, sucio, maloliente y descangallado. Busqué en mis bolsillos para ver si quedaba algo. Un cigarro al menos. Nada. Ni la dignidad me dejaron ya. Pero no importaba. Había publicado la mejor novela de lo que llevamos de siglo y lo demás daba igual. Mi agente gorda me lo había dicho. El de la distribuidora me lo había dicho y la fulana que me agencié en la fiesta me lo había dicho. Comencé a caminar Tirso de Molina abajo con las manos colgando a lo largo de mí mismo en busca de mi casera que posiblemente ya habría sacado mi maleta y mis libros de la habitación de alquiler. No importaba. Aquel era un gran día, gracias a Dios.

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