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ROSSIE Y LOS JAPONÉSIDOS

Miguel Coluccelli
A Rossie le iba el rollo japonés. Le gustaba comer sopa agripicante y sushi de salmón y, cuando el dinero se lo permitía, sopa de aleta de tiburón. Pedía wasabi con la naturalidad del que lo ha tomado en lugar del biberón aunque luego tuviese que hacer esfuerzos por disimular el intenso sabor de aquello. Leía a Murakami y tenía un poster de Kurosawa en la pared de su habitación con los siete jinetes del apocalipsis montados en sus caballos y con cara de bestias dispuestos a cortarte por la mitad con sus espadas. Pero lo que realmente ponía a Rossie eran los haikus. Había descubierto las claves de su propia vida en el minimalismo de aquellos pequeños versos que aplicaba a su entorno y a su propia existencia para obtener un mejor diseño de su realidad. Rossie había sido periodista, maniacodepresiva, lesbiana, trapecista, ninfómana, emigrante en todos sitios y hasta protésica dental pero, en aquel coctail había encontrado el ingrediente secreto, clave para descifrar toda aquella complejidad: el haiku.
          Qué distinto el otoño
Para mí que voy
Para ti que quedas.
Oli la miró desde el otro lado de la mesa. Había tomado tres cervezas y aquello le sugirió una cuarta. Levantó una mano dirigiéndola hacia la camarera. El problema era que Oli no creía en nada, no se involucraba con nada y ahora estaba intentando hacerlo con Rossie pero no con sus haikus, sus karatekas y sus tamagochis. Se le enfriaba la sopa, pero Rossie había comenzado un recital de haikus que le venían a la mente de forma torrencial y que había memorizado a propósito para la ocasión. Quería introducir a Oli en su mundo y  Oli no sabía si eran una alusión a algo o simplemente un despliegue de cultura japonésida improvisado.
          Escucha este. Te gustará:
Rostro cuarentino
Labios de carmín
Estrenando el año.
          ¿No es mágico?
No. Para Oli no era mágico. Era trágico. Era trágico que Rossie, su Rossie, se agarrase a cualquier forma de cultura que en las antípodas pudiese tener algún sentido histórico o estético pero que en Europa, en la pestilente y manoseada Europa no era más que un submundillo cultural para snobs y para maricones recitándose poemas cortitos y fáciles de memorizar  a la luz de una vela después de haberse puesto analmente morados.
          ¿Mágico, Rossie? ¿Dónde le ves tú la magia?
          No entiendes nada pero no esperaba otra cosa. Alguien que escribe en el whiskyenlasrocas no puede entender nada de esto. El haiku tratar de conjugar el lenguaje literario y el artístico. El haikú, por si no lo sabías, va acompañado de un dibujo entinta china que expresa, de alguna forma, el significado del verso. Por supuesto que mágico, Oli, el haiku rompe inhibiciones. Mírame a mí. No tiene nada que ver con los personajes prehomínidos sobre los que vosotros escribís.
          ¿Tinta china? ¿También están los chinos por aquí?
Se avecinaba tormenta en el horizonte y desde hacía rato Oli  tenía intenciones con Rossie de modo que no convenía cabrearla, aunque la experiencia le había demostrado que, tras los enfados con Rossie, el sexo era doblemente excitante y satisfactorio. Pero Rossie no parecía estar pensando en sexo con novios medio italianos en ese momento. Rossie estaba pensando más bien en japoneses.
          Rossie, no es muy propio de la sabiduría oriental que montes en cólera sólo porque no esté de acuerdo con tus tendencias pekinesas. Recuerda, equilibrio.
Pero Rossie estaba entrando en erupción desde hacía un rato. Su sopa, el agua de las copas, el suelo entero del bar templaban con el tikitiki se su pierna izquierda.
          Pekín está en China, burro. Pekín está en China y no en Japón y lo que me molesta no es tu desprecio por los haikus ni por los bonsáis. Lo que me revienta es tu absoluto nihilismo metodológico que te conduce sólo a elaborar patéticas teorías existenciales, a beber cerveza y a escribir sobre pobres diablos a los que consideras muy atractivos.
          ¡Pero tú dijiste que la tinta era china!
Rossie disparaba con flecha mientras Oli se parapetaba tras la quinta birra y canturreaba entre dientes
Primero hay que saber sufrir
 después amar, después partir
 y al fin andar sin pensamiento
lalala…
Rossie ya no tomaba su sopa y mucho menos su sushi. Lo miraba desde el otro lado de la mesa pero parecía que lo mirase desde el fin del mundo. Se había puesto guapa para la cita, con un vestido de pintitas rojas, unas medias con una fina línea que lee recorría del tobillo al muslo trazando una división no imaginaria de la pierna en dos, como si de dos hemisferios se tratasen y fuesen dignos de ser recorridos por igual. Sus zapatos eran de tacón, negros y su pelo estaba perfecto. Oli no se había afeitado en cuantro días y ella tenía ganas de escupirle y de escupirse a sí misma por estar enamorada de alguien así. De pronto estiró su pierna acanalada, se la puso en los huevos y apretó los dientes. Oli temblaba porque no sabía cómo iba terminar aquella reacción.
          No tendrás ningún porvenir en nada si sigues pensando así. Tu desarraigo te matará y a  mí me perderás…
          Bueno Rossie… Sólo se suicidan los optimistas, los optimistas que ya no logran serlo. Los demás, no teniendo ninguna razón para vivir, ¿por qué la tendrían para morir? Yo no tengo ninguna de las dos cosas.
          Tú no tienes nada, a parte de talento… para cagarla.
Se descalzó y comenzó a darle un suculento masaje japonés en la entrepierna y cuando Rossie daba un suculento masaje con un pie en una entrepierna ponía cara de ser una auténtica viciosa, una zorra de cuidado.
          Cariño, sólo intento decirte que nada seca tanto la inteligencia como la repugnancia a concebir ideas oscuras. La mentalidad occidental no encaja con tus placeres literarios orientales y no te aportarán nada en tu mundo de burguesita. Creo honestamente que lo olvidarás pronto.
Rossie escuchaba, pero tan sólo de soslayo.
          ¿Placeres orientales? Lo que ahora quiero, para perdonarme a mí misma por amarte, es que pidas la cuenta y me lleves a casa.
Rossie dio un salto desde su silla y sentó sus hermosos glúteos a lado de los de Oli. Entonces lo besó con la boca abierta y lo que antes hacía con un pie descalzo comenzó a hacerlo con la mano, apasionadamente. Oli alzó la mano e hizo un gesto de pedir la cuenta a la camarera, que los miraba dubitativa desde el umbral.
          Tú y tu Secta del Perro…
          Tú estás dentro de la Secta, Rossie. Va más contigo que esos melifluos pasatiempos de la Corte Imperial nipona. Además, te diré que la tenían francamente pequeña.
Ella volvió a mirarlo y lo besó de nuevo, mordiéndole los labios llegando casi hasta el dolor.
Aquella noche Rossie y Oli hicieron el amor por instinto. Rossie le contagió a Oli el estilo refinado de amar de Tanizaki y, como ya había ocurrido con las bayetas, con el microondas, las cortinas, quedó demostrada la inferioridad emocional del hombre frente a la mujer. Aquella noche fue una fábula extraña y seductora que exploró  esa región profunda donde los deseos sexuales y las pulsiones de destrucción y de muerte se confunden. Oli se sintió un poco en la casa de las bellas durmientes, se sintió un poco Kiga con su potencia viril aun activa aunque declinante ante la bella y joven Rossie. Y lo peor de todo fue que Oli, antes de dormirse con Rossie encima, con su pelo tapándole la cara, no pudo evitar sentir una punzada de melancolía de sí mismo y de la identidad perdida y en un mundo sin melancolía los ruiseñores japoneses se pondrían a eructar.