Archivo mensual: julio 2012

Prosa desde el observatorio VI: Rueda el cielo

¿Las gallinas tiene útero?

No lo sé. De las gallinas sólo sé que ponen huevos y que no tienen otra utilidad conocida pero, ¿qué haríamos sin los huevos?

Pero las gallinas participan en la elaboración de la tortilla de jamón.

Tú lo has dicho, mi amor. Participan. Las gallinas participan en la elaboración de tu tortilla de jamón. Pero es el cerdo el que realmente se involucra.

Con el agua hasta la cintura oían las campanas repicar desde todas las latitudes posibles. Aquel lugar estaba lleno de campanarios y las colinas verdes descendían suavemente hasta el lago. Suaves planicies salpicadas de margaritas que morían donde el lago comenzaba, milímetros de agua primero, un hermoso lago sin límites y los campanarios sonando asíncronamente. Sosegadamente. El agua hasta la cintura uno frente a otro discutiendo sobre la improbabilidad del futuro. Él ha venido a llevársela al observatorio y deberá ser así aunque sea a la fuerza. Le habla de las enfermedades que llegan por el aire desde el África septentrional, le habla del Ébola y de enfermedades que ya no curan ni las vacunas ni las medicinas. Nuevos virus trastocados que comienzan destrozando los sistemas digestivos y luego lo demás y que jamás se detienen ni para apiadarse. Él lo sabe y sabe también que ella es la esperanza. Lo sagrado se ha vuelto monstruoso. Recuerda, querida,  que el juglar hermético sigue las usanzas del viejo oráculo de Delfos, ni dice, ni oculta, sino hace señales y las que nos muestra ahora son claras de un fin venidero y próximo. Por eso te llevo conmigo a ese lugar llamado observatorio donde concebirás al hombre del futuro al que todos conocerán como Ratón. Tu útero es nuestra esperanza. ¿Los ves ahora que te lo he dicho, doncella? Los dioses están hundidos entre las piedras y el carbunclo y yo, sacerdote y víctima te ofrezco una imagen visible del fin de este mundo conocido para que escapemos y seas tú quien me lleve a la otra, a la invisible, a la siempre inalcanzable irrealidad de lo absoluto.

¿Pero por qué si los caracoles son hermafroditas necesitan buscar una pareja para aparearse?

No lo sé pero desde hace un rato ese pez nos mira. Parece una antorcha. Vayamos a la orilla a comer la fruta que cogiste esta mañana en el mercadillo junto a las hogazas de pan de escanda y a esas alpargatas que me compraste. Las adoro y las llevaré puestas hasta que se caigan a girones. Hay unos pinos después de la arena, unos pinos mudos que claman. Entonces salen del agua despacio, el agua es casi barro y ella es sirena. Él estatua polvorienta. Y juntos son astas de ciervo, son llamas, son flautas y entonces, preparándose para lo que han de vivir, mordisquean manzanas primero y luego cartílago y piel de geranio que se les derrama por los labios.

No tengo miedo a tu lado, dice alguno de los dos mientras el aliento se convierte en halo  y entonces las abejas y las garzas emprenden su camino por el burbujear de las aguas.

Crónica de un secuestro

I

La miseria hace al hombre ingenioso. Y la miseria absoluta hace al hombre absolutamente ingenioso. Que un médico te diagnostique un cáncer de hígado es estar en la miseria total. Imagino que mis tiempos de catador de vino profesional y de escanciador de sidra estaban pasando factura y cuando decidí  cambiar de profesión por la de taquillero de ferrocarril era ya demasiado tarde y el daño ya estaba hecho. Así que me resigné, no me descompuse y me consolé pensando que, hasta el día de mi muerte, no muy lejano según el doctor, me convertiría en alguien ingeniosísimo en cualquier cosa que emprendiese. El problema que me preocupaba ahora, más aún que el cáncer, era por dónde empezar a ser ingenioso. Rascándome la cabeza entré en mi casa. Miraba hacia el suelo convencido de que si lograba concentrarme mínimamente algo se me ocurriría y mi ingenio para cualquier cosa aparecería de pronto. Me convertiría en un ser brillante por un tiempo. Pasé por el comedor sin darme cuenta de que allí estaba la hermana de mi mujer y su ex marido. También el de mi mujer. Los dos estaban en silencio aunque creo que ella sollozaba al menos un poco. Tenían cara de preocupación y yo de fastidio porque sospechaba que iban a alterar mis planes. Definitivamente ella lloraba y sacudía la cabeza algo teatralmente para subirse los mocos que le rodaban nariz abajo. Estaba sentada en un sillón de orejas que mi mujer jamás nos permitía usar. Le horrorizaba lo del desgaste natural de las cosas. Él estaba sentado sobre la esquina de la mesa. ¿Pasa algo? Pregunté definitivamente con bastante fastidio. A tu mujer la han raptado.

Aquello era algo inesperado a todas luces. Siempre había tenido la teoría de que el criminal comprende a sus víctimas mejor de lo que lo hacen ellas mismas y los seres cercanos a esas víctimas. El hecho de que alguien raptase a mi mujer no sólo generaba terror en ella sino en todos los que la queríamos o estimábamos, de alguna manera. Decidí cambiar de habitación y me dirigí en silencio al dormitorio para tumbarme y pensar qué es lo que podía haber pasado. Tal vez en mi nuevo estado de hiperingeniosidad se me ocurriese algo brillante. Comencé por buscar sospechosos. Primero la gente próxima. Los vecinos. El tendero. Mi mujer era aún atractiva y deseable. Recordé algunos familiares lejanos que la habían pretendido en el pasado. En aquella comarca donde vivíamos la endogamia familiar era típica y hasta bien vista y jamás se vio un niño con cola de cerdo ni nada semejante. Hasta que su primer ex marido apareció y durante el lapso en que no estuvo ni con el primero ni con el segundo, que era yo, muchos familiares considerados lejanos y otros que no lo eran tanto la había cortejado de manera seria y formal. Ella actualmente percibía una importante asignación económica y su situación no era en absoluto mala, pecuniariamente hablando, además de las herencias recibidas por las muertes de sus padres. El primer sospechoso en el que pensé fue en un primo suyo de una localidad, vecina, Maurizio. Sabía que había estado enamorado de ella durante su juventud y que se la hubiese desposado y algo más si de él hubiese dependido. La había perseguido incansablemente durante lustros y ella siempre lo había despreciado abiertamente y hasta cruelmente, como era su costumbre. Había sido un galán en su pueblo, un hombre de éxito con las mujeres pero su coartada era incuestionable, hacía cinco años que había muerto de un edema pulmonar.

Descarté a los familiares y amigos.

Entonces mis sospechas se centraron en los rumanos. Ella siempre hablaba mal de los rumanos, a quienes llamaba despectivamente «rumanizos». Y por otro lado a los rumanos les gustan las rubias y A. era rubia. Casi nórdica. Una valkiria nibelunga.  Pero por desgracia en la comarca donde vivíamos no había rumanos ni por los alrededores tampoco aunque últimamente había oído hablar de la diáspora transilvana y moldava hacia tierras occidentales. Habían sido los rumanos, sin duda. Algo me decía que mi enfermedad estaba empezando a hacer efecto en mi ingenio. Esa misma noche salí a la calle en busca de algún rumano.

II

Pero en la búsqueda de mi mujer durante aquella primera noche, caminando por las calles de nuestra pequeña comarca me encontré a mi cáncer con forma de mujer. Estaba sentada en un banco y era una prostituta e iba drogada y borracha y su aspecto era bastante decadente para ser una enfermedad incurable. Estaba leyendo un periódico arrugado de la mañana y mandaba mensajes con su teléfono móvil, quién sabe a quién. ¿A quién mandaría un tumor cancerígeno con forma de fulana un mensaje sms? ¿A una proteína con el ánimo de engañarla? No podía saberlo. Te veo en unos meses, le dije. De momento tengo que buscar a mi mujer así que no te pongas crítica en los próximos días. Y seguí andando debajo de las farolas que no alumbraban nada. Poco a poco empecé a sentir que hacía frío y me marché a mi casa. Posiblemente más tarde o más temprano los terroristas rumanos pedirían un rescate que yo mismo tendría que pagar aunque no sabía bien de dónde sacaría el dinero. Tal vez su primer ex marido pudiese contribuir por la buena causa. En cualquier caso me fui a casa a esperar a que se pusiesen en contacto conmigo, como buenos terroristas.

III

No hay duda de que existen sólo dos tipos de hombres y uno tiene que elegir entre uno u otro. Por un lado están los durmientes, que son pocos y que se dedican a pensar y que son conscientes de los peligros que nos acechan como el atmoterrorismo o la anulación del ser por el matrimonio, el trabajo, los políticos, los banqueros o las agencias de publicidad.
Luego están los soñadores, que prefieren vivir en la ignorancia. Son los más abundantes y circulan por las calles junto a nosotros y jamás se hacen preguntas. Yo elegí el tercer grupo y por eso decidí denunciar ante la policía el secuestro de mi mujer  por un grupo de terroristas rumanos, y de no haber recibido ninguna petición de rescate un mes después del suceso. Una mañana un inspector con gabardina acompañado de una mujer bajita vestida con traje de chaqueta y falda se presentó en mi casa para someterme a un interrogatorio. Estaban buscando indicios. Eso me sonó bien.

– ¿Es usted el segundo ex marido de su mujer? Comenzó preguntándome.
– Sí, le contesté. ¿Quieren ustedes tomar algo? ¿Un café? ¿Soda? ¿Una copa de vino?
– No. Contestó secamente. No se desvíe del tema.

De pronto la policía de traje de chaqueta y falda dijo:

– Yo sí tomaré una copita de vino. Y sonrió. Es que soy un poquito alcohólica.

Me levanté del sofá y me dirigí a la cocina en busca de una botella de vino tinto que debía haber por algún armario. Saqué dos copas y empecé a servírselo a la agente que finalmente no era una agente sino la jefa de la policía de la localidad y el policía de la gabardina un agente recién licenciado en la academia de policía que estaba haciendo sus primeras prácticas y que intentaba hacer méritos torpemente.
Me centré en sus preguntas y en las rodillas de la jefa.

– ¿Era su mujer una persona acaudalada?

¿Era? ¿La estaba dando por muerta ya? ¿Qué significaba acaudalada? Me sentí confundido y traté de hacer una corrección en mi cabeza de la frase del madero novato.

– Mi mujer recibe pensiones de varias fuentes. Una soy yo. Otra su primer ex marido. Luego hay más cosas. Otros ingresos.

Entonces se puede decir que es una mujer acaudalada. Afirmó. Mi ex mujer había tenido hijos con distintos ex maridos y de todos ellos percibía una pensión, que administraba a su antojo. Había sido una mujer dura y, francamente no me impresionaba demasiado que alguien la hubiese secuestrado. No soy partidario de ello pero no es bonito ser digno de merecer un castigo pero es poco glorioso para nadie castigar.
Me miró en silencio. Creo que no sabía qué más preguntarme y escribía aparatosamente en un cuadernito. La jefa de la policía ya estaba algo borracha y se había recostado contra el respaldo del sofá con las piernas separadas. Me pregunté si… El poli novato dejó de escribir y quiso mostrar cara de satisfacción. Miró a su alrededor y encontró con la mirada una foto de ella.

– ¿Es su mujer? Dijo señalando con la barbilla.
– Sí, es ella. Su nombre es Adela. Pero eso ya lo deben saber ustedes. Le contesté. ¿Ha leído usted a Ciorán?

No, me contestó. ¿Por qué?

Bueno, Ciorán era rumano. A lo mejor en su lectura podría encontrar alguna pista. Comenzaba a estar harto del interrogatorio, que me parecía inútil y la jefa de policía se había quedado dormida, con la cabeza ladeada y con la babilla colgando de sus labios y enseñando las enaguas.
Los policías de marcharon asegurándome que denunciar el caso era lo mejor que podía hacer y que encontrarían a mi mujer viva o muerta. Los acompañé hasta la puerta y cerré cuando se hubieron marchado. Miré las palmas de mis manos y estaban amarillas, como el fondo de mis ojos. La mujer-cáncer estaba mandando mensajes sms a mis proteínas como una loca y mi hígado comenzaba a parecer paté de oca.

IV

En la vida existen  los demonios, las brujas, los chamanes, los espíritus corruptos que te tratan de corromper. Habitualmente nos afanamos en demonstrar que se trata de meras supersticiones pero es sabido que existen. Todos ellos están en estrecha connivencia con los diseñadores de moda, los presentadores de espacios basura de televisión, de ya larga tradición homosexual, los fabricantes de  cigarrillos,  los fabricantes de preservativos y juguetes sexuales, los creadores de ropa íntima erótica, de látigos y de bombas nucleares… De todos aquellos que se ganan la vida empujando a la gente al infierno y mi ex mujer vivía deslumbrada por todos ellos y su alma ya jamás alcanzaría la salvación; iría al infierno, donde penosamente me encontraría con ella porque yo cogería primero el camino fangoso que conduce hacia allí (cuesta abajo, eso sí) aunque estos, con ella, quizá irían al círculo más profundo y eso me libraría de su presencia. En cualquier caso desde hace cinco siglos nadie ha ido al paraíso. Las palabras ya no son bien recibidas por allí. Dicen que no dicen mucho. Y nadie irá en un futuro próximo porque le han puesto el cartel de reservado el derecho de admisión. Siempre fue así pero ahora se habían puesto duros en la puerta. Ni siquiera los justos entrarían. Quedan unas pocas plazas libres en el infierno y es allí donde nos mandan. La avaricia y tener televisiones por toda la casa la habían destrozado completamente, igual que al resto del mundo. La gente no hace otra cosa que mirar la pantalla, desde donde, a intervalos imperceptibles e invisibles y de forma altamente subliminal para los sentidos humanos de encefalograma plano, llegan mensajes de la maquinaria propagandística del diablo, que no es muy diferente que la de Marlboro, Coca Cola o Playboy.

Nunca más volví a ver a mi ex mujer. Años más tarde, después de muerto, me enteré mientras tomaba unos vasos de ron en una taberna del infierno con un demoniejo venido a menos que se había fugado con un magnate ruso y que había estado viviendo en Marbella un tiempo. Había tenido hijos y se los había llevado junto a cinco chalets del magnate y un par de millones de pavos tras un juicio que duró seis meses. No había duda de que había apuntado más alto que en sus anteriores matrimonios con pobres miserables moribundos. No dije nada pero pensé que ahora estaría cobrando además mi pensión. Apuré mi vaso de ron y pedí otros dos para el demoniejo y para mí.

–       Hace calor por aquí. No corre una brizna de aire. Dije.

–       Sí. Suele ocurrir. Me contestó.

materia antimateria

y después de hacer todo lo que hacen se levantan, se bañan, se ponen desodorante, se perfuman, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son. Se resisten a encender ninguna luz y se conforman con la que entra por las rendijas de la persiana entreabierta hasta que cae la noche definitivamente y al moverse por la habitación a oscuras todo son golpes en las rodillas contra los marcos de la cama, contra los armarios, tropezones con los zapatos que han dejado tirados por el suelo de cualquier manera. Entonces, en la penumbra del farol exhiben su desnudez con una desinhibición no mayor que con la que lo hicieron cuando la luz entraba menguantemente. Sólo entonces se pertenecen el uno al otro. Después se marchan y vuelven hacia la antimateria.

 

Prosa desde el observatorio V. Tu útero es mi esperanza

Fue allí donde vivimos la mayor parte de nuestras vidas, en aquella ciudad cuyas heridas no cicatrizan con el paso del tiempo, donde su propia sangre no coagula, ciudad que se calcina y carboniza y que ahora se desgarra por el cólera, por la malaria y por la podredumbre de lo más profundo de su interior. El olor nauseabundo de los que se van, de los que se están llevando en carretillas y de los que están en ese proceso indefinible en el que no se encuentran en ninguna parte es como el hedor de las fauces de un gigante. Cántaros rotos, cúpulas derruidas desde su interior.  Intercambiamos nuestros vahos porque de pronto hace frío. Te sujeto las manos por las muñecas y las acerco a mi boca para calentarlas. Tiritas. Es un frío que sube por las alcantarillas y que nos invita, que casi nos obliga a volver y a embobinar el camino que hicimos a la ida hasta llegar al observatorio del que tanto te había hablado durante años y que te hube descrito como el último lugar seguro donde nada malo podría sucederte, donde nada malo sería para siempre. Tú te quedas desnuda pensando en todas las veces que nos hemos cruzado en aquella ciudad terminal y sobre todo, en tantas veces que no nos hemos cruzado tan sólo por unos segundos al doblar una esquina a destiempo, al retrasarse un autobús que al final no llegó, al pararnos ante un escaparate de una relojería. Ahora contemplamos como todo se ha vuelto furia y nos deleitamos con el fracaso de aquel lugar y esperamos que se lo traguen las entrañas de la tierra lo más profundamente posible para que algo nuevo renazca y será en tu vientre color aceituna donde ese nasciturus tenga su primera cuna. Lo que está por venir comienza ahí. Pero mientras ese momento llega han de ser los gusanos los que repten entre los escombros, han de ser  las aves de mal agüero las que sobrevuelen aquel mundo polvoriento de transiciones e incertidumbres. Es la bestia la que se siente cómoda ahora en medio de la barbarie de oscuros barnices.

El cielo se ha vuelto negro y torcido mientras nos amamantábamos el uno al otro. Comienzas a vestirte en la penumbra de las farolas que quedan encendidas pero que ya no alumbran nada. Los locos y los esperpentos que antes bailaban y gritaban por las carreteras ahora duermen en las cunetas. En realidad desconocemos si están vivos o si lo contrario. Todo se ha vuelto carnívoro y el peligro es una certeza fuera del observatorio. Los cuatro arcángeles esperan en silencio que decidamos partir para acompañarnos en su transparencia violácea. Debemos rebobinar el camino que hicimos por la mañana y replegarlo esquina a esquina, recodo a recodo en la oscuridad de la noche. Estás cansada y yo preocupado porque fue demasiado el tiempo en el que perdimos la noción de su paso y al letargo sucede ahora el miedo negro. Levanto la cabeza y veo columnas de humo en alguna lejanía imprecisable. La ciudad ha comenzado a mutar, el río ha hervido al menos hasta el anochecer y posiblemente vuelva a hacerlo mañana hasta que no le quede más agua para evaporar y los árboles y sus ramajes subterráneos han creado nuevas sendas. Las alcantarillas han emergido y son calles transversales y los que no han muerto han huido. La fisionomía de la ciudad no es la misma ya. Las iglesias son sepulcro y tú comienzas a caminar. Ante mi parálisis me tiendes la mano para que te siga. Te agarro por los dedos y camino a tu lado con mi chanclas de mercadillo destrozadas ya. Ahora tu útero es mi esperanza.

Prosa desde el observatorio IV: más cerca de Dios

Cruzamos dehesas de árboles centenarios, hospitales cerrados desde hace años porque la sanidad había dejado de importar, caminos de piedras y guijarros que conducían a las antiguas universidades donde los estudiantes habían renunciado a acudir porque el conocimiento terminó por ser inútil y no quitaba el apetito. En la antigua facultad de Derecho los gatos entraban y salían por las ventanas rotas, entre la herrumbre y el destartalamiento y en la de Filología anidaban especies ornitológicas de todo tipo que aplicaban ahora sus propias lenguas y dialectos al son de píos y de graznidos. El césped amarilleaba, como les gustaba. Lo quemaba el sol de agosto y la falta de agua y de jardineros. Caminaban de la mano y el mundo, aquel mundo que terminaba, era realmente lo de menos. Caminaban de la mano en silencio y se miraban de cuando en cuando. Él llevaba puesta una chilaba. Ella un impermeable. Él arrastraba sus alpargatas de mercadillo que de tanto usar comenzaban a quedarse viejas y a desgastarse por la suela. ¿Falta mucho para llegar al observatorio? Preguntaba ella. ¿Por qué me lo preguntas? Has estado muchas veces en él, conmigo. Sabes dónde está. Pero a ella le gustaba preguntarlo infantilmente. Pequeña burguesita.

Sonreían. Estaban esperanzados por el derrumbe. Sentados frente al mundo se besaban mientras por las carreteras caminaban los locos que se habían escapado del manicomio, los leprosos y los enfermos de cólera y de viruela… Hacían cabriolas e imitaban gritos que habían visto por la televisión en los informativos. Querían seguir siendo locos o enfermos  en aquel mundo de cuerdos en el que las grietas del suelo engullían la ciudad financiera, se la tragaban hasta hacerla desaparecer. La ciudad, incendiada y reducida a negra ceniza, los campos asolados por el abandono y cuatro pequeños arcángeles, dos niños y dos niñas bailaban al son de una música inaudible de cítaras y clavicordios. Ella, desde el observatorio, señalaba algo lejano con la mano extendida y volvía a mirarlo a él, feliz del espectáculo, felices en su mausoleo de soledades en donde eran espectadores privilegiados del fin y del comienzo del nuevo mundo. El mundo que volvía al punto de partida, al lugar donde empezó, la partícula descubierta, el llamado bosón que nos acercaba un poco más  a un Dios desconocido era la señal de estar próximos al fin y al comienzo y demostraba la circularidad del universo y todo lo conocido hasta ahora y, al mismo tiempo  predecía todo lo que estaba por ocurrir. La partícula de Dios…  Ámame ahora. Aquí, le dijo ella. Engendraremos al primer niño de la nueva era.  Aún releo tu cuerpo; vasto ideograma de la primavera. Me quemas en esta tarde voraz… Le decía ella mientras él la amaba y los cuatro arcángeles bailaban y llevaban la fecundidad a aquel lugar llamado observatorio. Eres para mí un abecedario mudo de agua y de sed al mismo tiempo. Eres mi sudario, le contestaba él, inspirado por la esperanza generada por aquel pequeño cuerpo llamado bosón que los aproximaba a Dios lo mismo que lo hacía la destrucción de la civilización occidental y su purificación. Pasados a cuchillo los habitantes de aquel mundo, aquel alto se convertía en templo y en refugio y en rincón primordial y cuando hayan despertado de la siesta y se hayan sacudido del sopor del calor de agosto, lo demás salvo ellos se habrá extinguido.

Escribiendo después de mi muerte

 

Morí antes del amanecer como me habían pronosticado los doctores que fueron pasando por mi habitación de hospital, pero no dejé de escribir. Esta loca manía mía, esa obstinación había  superado y había sido incluso más tenaz que la tenaz muerte y la muerte sabe mucho de la tenacidad y de la muerte, lleva siglos practicándola y perfeccionándola mientras nosotros sólo tenemos una oportunidad en la vida de enfrentarla y ahora, en vez de ocuparme de mi destino, algo que con el paso de los años, de los cansancios y de las frustraciones terminó por resultarme absolutamente agotador, escribo y escribo, mientras unas fuerzas cuya procedencia original no consigo situar y que poseen poderes absolutos sobre casi todo me llevan y arrastran cada vez a más profundidad, o cada vez más lejos, si es que los complementos adverbiales (que ni siquiera me importaban mucho mientras vivía) tienen algún sentido. Nunca he creído demasiado en la muerte como terminé por no creer demasiado en la vida y en las cosas que la conforman: la naturaleza humana, la reproducción, la teorías de la relatividad y de evolución de las especies, el Ku Kux Klan,  la piña colada y los vicarios con tutú… Terminé por no creer en casi nada, incluido en mí mismo pero no me dejé dominar por el desánimo. El día que me faltes, cuando te vayas definitivamente porque no me soportas más no creas que me pegaré un tiro ni que saltaré por una ventana. No. Yo no soy de esos. No tengo el valor suficiente como para tomar semejante decisión ni de dejar algún suelo hecho un asco con mis vísceras que luego tendrá que limpiar la señora de la limpieza. Sin embargo sí me dejaré morir. Poco a poco. Aún no sé bien cómo pero es lo que haré. Ayunaré, beberé, ya sabes… Eso le dije a ella una madrugada en la que tomábamos café porque no podíamos dormir por el calor del verano o por el frío de diciembre, ya no recuerdo bien. Ella no me hizo mucho caso. Hacía tiempo que no me hacía mucho caso y que ya no leía lo que yo escribía, que era lo que realmente me estuvo doliendo durante meses hasta que llegó la mañana en que dejó de dolerme. Efectivamente, no me dejé dominar por el desánimo otra vez y me sumí en un estado de infelicidad liberadora el día en que ella pegó un portazo que me permitió poner en marcha mi plan. Y lo cierto es que morí pero no me desvinculé del todo del mundo porque, después de dejarme morir hasta terminar finalmente muriendo y de morir tal y como habían pronosticado los doctores que habían pasado por mi habitación de hospital, continué escribiendo febril y alocadamente, más prolíficamente aún de lo que lo había estado haciendo en vida, tratando de aproximarme lo más posible a lo total y a lo perfecto cuando sé de buena tinta que lo total y lo perfecto no es soportable bajo ningún concepto.

Ahora, como estoy muerto, ya me da igual hacer el ridículo tratando de ligar con Gisele Bunchen o salir a cenar con Rita Pavone colgada de mi brazo. El que está leyendo esto piensa en mi omnipotencia de narrador pero no se da cuenta de lo equivocado que está pero, hasta que es consciente de mi falso poder disfruto con mis fantasías y de Laura Valenzuela tomando Martinis con Kissinger en la corte del rey Arturo.