I
La miseria hace al hombre ingenioso. Y la miseria absoluta hace al hombre absolutamente ingenioso. Que un médico te diagnostique un cáncer de hígado es estar en la miseria total. Imagino que mis tiempos de catador de vino profesional y de escanciador de sidra estaban pasando factura y cuando decidí cambiar de profesión por la de taquillero de ferrocarril era ya demasiado tarde y el daño ya estaba hecho. Así que me resigné, no me descompuse y me consolé pensando que, hasta el día de mi muerte, no muy lejano según el doctor, me convertiría en alguien ingeniosísimo en cualquier cosa que emprendiese. El problema que me preocupaba ahora, más aún que el cáncer, era por dónde empezar a ser ingenioso. Rascándome la cabeza entré en mi casa. Miraba hacia el suelo convencido de que si lograba concentrarme mínimamente algo se me ocurriría y mi ingenio para cualquier cosa aparecería de pronto. Me convertiría en un ser brillante por un tiempo. Pasé por el comedor sin darme cuenta de que allí estaba la hermana de mi mujer y su ex marido. También el de mi mujer. Los dos estaban en silencio aunque creo que ella sollozaba al menos un poco. Tenían cara de preocupación y yo de fastidio porque sospechaba que iban a alterar mis planes. Definitivamente ella lloraba y sacudía la cabeza algo teatralmente para subirse los mocos que le rodaban nariz abajo. Estaba sentada en un sillón de orejas que mi mujer jamás nos permitía usar. Le horrorizaba lo del desgaste natural de las cosas. Él estaba sentado sobre la esquina de la mesa. ¿Pasa algo? Pregunté definitivamente con bastante fastidio. A tu mujer la han raptado.
Aquello era algo inesperado a todas luces. Siempre había tenido la teoría de que el criminal comprende a sus víctimas mejor de lo que lo hacen ellas mismas y los seres cercanos a esas víctimas. El hecho de que alguien raptase a mi mujer no sólo generaba terror en ella sino en todos los que la queríamos o estimábamos, de alguna manera. Decidí cambiar de habitación y me dirigí en silencio al dormitorio para tumbarme y pensar qué es lo que podía haber pasado. Tal vez en mi nuevo estado de hiperingeniosidad se me ocurriese algo brillante. Comencé por buscar sospechosos. Primero la gente próxima. Los vecinos. El tendero. Mi mujer era aún atractiva y deseable. Recordé algunos familiares lejanos que la habían pretendido en el pasado. En aquella comarca donde vivíamos la endogamia familiar era típica y hasta bien vista y jamás se vio un niño con cola de cerdo ni nada semejante. Hasta que su primer ex marido apareció y durante el lapso en que no estuvo ni con el primero ni con el segundo, que era yo, muchos familiares considerados lejanos y otros que no lo eran tanto la había cortejado de manera seria y formal. Ella actualmente percibía una importante asignación económica y su situación no era en absoluto mala, pecuniariamente hablando, además de las herencias recibidas por las muertes de sus padres. El primer sospechoso en el que pensé fue en un primo suyo de una localidad, vecina, Maurizio. Sabía que había estado enamorado de ella durante su juventud y que se la hubiese desposado y algo más si de él hubiese dependido. La había perseguido incansablemente durante lustros y ella siempre lo había despreciado abiertamente y hasta cruelmente, como era su costumbre. Había sido un galán en su pueblo, un hombre de éxito con las mujeres pero su coartada era incuestionable, hacía cinco años que había muerto de un edema pulmonar.
Descarté a los familiares y amigos.
Entonces mis sospechas se centraron en los rumanos. Ella siempre hablaba mal de los rumanos, a quienes llamaba despectivamente «rumanizos». Y por otro lado a los rumanos les gustan las rubias y A. era rubia. Casi nórdica. Una valkiria nibelunga. Pero por desgracia en la comarca donde vivíamos no había rumanos ni por los alrededores tampoco aunque últimamente había oído hablar de la diáspora transilvana y moldava hacia tierras occidentales. Habían sido los rumanos, sin duda. Algo me decía que mi enfermedad estaba empezando a hacer efecto en mi ingenio. Esa misma noche salí a la calle en busca de algún rumano.
II
Pero en la búsqueda de mi mujer durante aquella primera noche, caminando por las calles de nuestra pequeña comarca me encontré a mi cáncer con forma de mujer. Estaba sentada en un banco y era una prostituta e iba drogada y borracha y su aspecto era bastante decadente para ser una enfermedad incurable. Estaba leyendo un periódico arrugado de la mañana y mandaba mensajes con su teléfono móvil, quién sabe a quién. ¿A quién mandaría un tumor cancerígeno con forma de fulana un mensaje sms? ¿A una proteína con el ánimo de engañarla? No podía saberlo. Te veo en unos meses, le dije. De momento tengo que buscar a mi mujer así que no te pongas crítica en los próximos días. Y seguí andando debajo de las farolas que no alumbraban nada. Poco a poco empecé a sentir que hacía frío y me marché a mi casa. Posiblemente más tarde o más temprano los terroristas rumanos pedirían un rescate que yo mismo tendría que pagar aunque no sabía bien de dónde sacaría el dinero. Tal vez su primer ex marido pudiese contribuir por la buena causa. En cualquier caso me fui a casa a esperar a que se pusiesen en contacto conmigo, como buenos terroristas.
III
No hay duda de que existen sólo dos tipos de hombres y uno tiene que elegir entre uno u otro. Por un lado están los durmientes, que son pocos y que se dedican a pensar y que son conscientes de los peligros que nos acechan como el atmoterrorismo o la anulación del ser por el matrimonio, el trabajo, los políticos, los banqueros o las agencias de publicidad.
Luego están los soñadores, que prefieren vivir en la ignorancia. Son los más abundantes y circulan por las calles junto a nosotros y jamás se hacen preguntas. Yo elegí el tercer grupo y por eso decidí denunciar ante la policía el secuestro de mi mujer por un grupo de terroristas rumanos, y de no haber recibido ninguna petición de rescate un mes después del suceso. Una mañana un inspector con gabardina acompañado de una mujer bajita vestida con traje de chaqueta y falda se presentó en mi casa para someterme a un interrogatorio. Estaban buscando indicios. Eso me sonó bien.
– ¿Es usted el segundo ex marido de su mujer? Comenzó preguntándome.
– Sí, le contesté. ¿Quieren ustedes tomar algo? ¿Un café? ¿Soda? ¿Una copa de vino?
– No. Contestó secamente. No se desvíe del tema.
De pronto la policía de traje de chaqueta y falda dijo:
– Yo sí tomaré una copita de vino. Y sonrió. Es que soy un poquito alcohólica.
Me levanté del sofá y me dirigí a la cocina en busca de una botella de vino tinto que debía haber por algún armario. Saqué dos copas y empecé a servírselo a la agente que finalmente no era una agente sino la jefa de la policía de la localidad y el policía de la gabardina un agente recién licenciado en la academia de policía que estaba haciendo sus primeras prácticas y que intentaba hacer méritos torpemente.
Me centré en sus preguntas y en las rodillas de la jefa.
– ¿Era su mujer una persona acaudalada?
¿Era? ¿La estaba dando por muerta ya? ¿Qué significaba acaudalada? Me sentí confundido y traté de hacer una corrección en mi cabeza de la frase del madero novato.
– Mi mujer recibe pensiones de varias fuentes. Una soy yo. Otra su primer ex marido. Luego hay más cosas. Otros ingresos.
Entonces se puede decir que es una mujer acaudalada. Afirmó. Mi ex mujer había tenido hijos con distintos ex maridos y de todos ellos percibía una pensión, que administraba a su antojo. Había sido una mujer dura y, francamente no me impresionaba demasiado que alguien la hubiese secuestrado. No soy partidario de ello pero no es bonito ser digno de merecer un castigo pero es poco glorioso para nadie castigar.
Me miró en silencio. Creo que no sabía qué más preguntarme y escribía aparatosamente en un cuadernito. La jefa de la policía ya estaba algo borracha y se había recostado contra el respaldo del sofá con las piernas separadas. Me pregunté si… El poli novato dejó de escribir y quiso mostrar cara de satisfacción. Miró a su alrededor y encontró con la mirada una foto de ella.
– ¿Es su mujer? Dijo señalando con la barbilla.
– Sí, es ella. Su nombre es Adela. Pero eso ya lo deben saber ustedes. Le contesté. ¿Ha leído usted a Ciorán?
No, me contestó. ¿Por qué?
Bueno, Ciorán era rumano. A lo mejor en su lectura podría encontrar alguna pista. Comenzaba a estar harto del interrogatorio, que me parecía inútil y la jefa de policía se había quedado dormida, con la cabeza ladeada y con la babilla colgando de sus labios y enseñando las enaguas.
Los policías de marcharon asegurándome que denunciar el caso era lo mejor que podía hacer y que encontrarían a mi mujer viva o muerta. Los acompañé hasta la puerta y cerré cuando se hubieron marchado. Miré las palmas de mis manos y estaban amarillas, como el fondo de mis ojos. La mujer-cáncer estaba mandando mensajes sms a mis proteínas como una loca y mi hígado comenzaba a parecer paté de oca.
IV
En la vida existen los demonios, las brujas, los chamanes, los espíritus corruptos que te tratan de corromper. Habitualmente nos afanamos en demonstrar que se trata de meras supersticiones pero es sabido que existen. Todos ellos están en estrecha connivencia con los diseñadores de moda, los presentadores de espacios basura de televisión, de ya larga tradición homosexual, los fabricantes de cigarrillos, los fabricantes de preservativos y juguetes sexuales, los creadores de ropa íntima erótica, de látigos y de bombas nucleares… De todos aquellos que se ganan la vida empujando a la gente al infierno y mi ex mujer vivía deslumbrada por todos ellos y su alma ya jamás alcanzaría la salvación; iría al infierno, donde penosamente me encontraría con ella porque yo cogería primero el camino fangoso que conduce hacia allí (cuesta abajo, eso sí) aunque estos, con ella, quizá irían al círculo más profundo y eso me libraría de su presencia. En cualquier caso desde hace cinco siglos nadie ha ido al paraíso. Las palabras ya no son bien recibidas por allí. Dicen que no dicen mucho. Y nadie irá en un futuro próximo porque le han puesto el cartel de reservado el derecho de admisión. Siempre fue así pero ahora se habían puesto duros en la puerta. Ni siquiera los justos entrarían. Quedan unas pocas plazas libres en el infierno y es allí donde nos mandan. La avaricia y tener televisiones por toda la casa la habían destrozado completamente, igual que al resto del mundo. La gente no hace otra cosa que mirar la pantalla, desde donde, a intervalos imperceptibles e invisibles y de forma altamente subliminal para los sentidos humanos de encefalograma plano, llegan mensajes de la maquinaria propagandística del diablo, que no es muy diferente que la de Marlboro, Coca Cola o Playboy.
Nunca más volví a ver a mi ex mujer. Años más tarde, después de muerto, me enteré mientras tomaba unos vasos de ron en una taberna del infierno con un demoniejo venido a menos que se había fugado con un magnate ruso y que había estado viviendo en Marbella un tiempo. Había tenido hijos y se los había llevado junto a cinco chalets del magnate y un par de millones de pavos tras un juicio que duró seis meses. No había duda de que había apuntado más alto que en sus anteriores matrimonios con pobres miserables moribundos. No dije nada pero pensé que ahora estaría cobrando además mi pensión. Apuré mi vaso de ron y pedí otros dos para el demoniejo y para mí.
– Hace calor por aquí. No corre una brizna de aire. Dije.
– Sí. Suele ocurrir. Me contestó.