Archivo mensual: septiembre 2012

Penas, ruegos…

Al final todo pasa. Al final todo queda. Se lleva el que deja. Vive el que ha vivido. Pero seguimos por aquí y nunca, nunca pasa nada. Condenados a vivir entre broncas, citas, lagrimones, pasta asciutta, estatuas de sal, mis propias letras, tus propias velas y el limonero que nunca crece y que sólo da un limón. Recuerdas cuando bailábamos en Cabo Peñas? Me enseñabas el tango y el chachachá y el mar rompía cincuenta metros más abajo.

Estar en la noche esperando una visita, o no esperando nada y ver cómo el sillón lentamente va avanzando hasta alejarse de la lámpara. Cómo aislar los fragmentos de la noche para apretar algo con las manos. Se nos escapó la liebre intrépida entre dos estrellas.

No entres dócilmente en esa buena noche,
Que al final del día debería la vejez arder y delirar;
Enfurécete, enfurécete ante la muerte de la luz.

Prosa desde el observatorio VII: el intelectual y la máquina

Sí Ratón. Tu utopía es, precisamente, esa función autohipnótica, a través de la cual el individuo moderno en el que deseamos convertirnos, y sobre todo el grupo moderno, reencuentra una motivación, una fuerza motivadora universal. Después de la catástrofe, después de la debacle en la que las aguas de los ríos hirvieron y los locos escaparon de los manicomios y bailaron sus danzas progresistas al son del compositor llamado Mahler, la ciudad quedó invertebrada y preparada para su vuelta a la nueva vertebración, un nuevo modelo de vida se abriría a nuestros pies y tú habrías de guiarnos. El pasado en el que los sin-nombre gobernaron a su antojo para conducirnos al abismo terminó. Las fuerzas que querían crear el hundimiento del sistema fueron las que, de alguna manera, lo mantuvieron  en pie para su propio beneficio.

Pero mientras ocurría todo ello  tu madre desapareció en lontananza y te entregó a mí. Se fue arriando la vela de su propio velero y no se despidió ni con la mano ni con la mirada. No se giró jamás para vernos desaparecer de su retina color miel y nosotros comenzamos a sufrir la evaporación.

El pequeño Ratón escuchaba, sentado en el tronco de un árbol, con la barbilla apoyada en las rodillas, la narración de su padre, que envejecía tres días por cada noche que pasaba y su cabeza y su barba se habían vuelto blancas de la desesperanza. El pequeño Ratón llevaba pantalones cortos y tirantes de tirolés. Alpargatas de esparto encontradas en el abandono de algún mercadillo del Este de la ciudad, donde, dicen, vivió Jack el Destripador. Ratón quería llevar las mismas alpargatas que su padre. Su camisa le quedaba grande. Ratón jamás sonreía. Esperaba el momento oportuno para hacerlo.

Tendrás que liberarte de la visión paranoica del mundo y aprender a hacer tratos con la máquina. Deberás escribir un libro que se titule Manual para gestionar la nave espacial Tierra y hacerlo comprender. Yo ya no estaré contigo y no te podré ayudar. Ratón lo miraba, inmóvil. Parecía haber llegado a conseguir que la respiración no fuese necesaria para él.

¿Mamá vendrá para verte morir?

Su padre respiró todo lo profundo que le permitió su diafragma. Le dolían las costillas y padecía disnea desde hacía años…

No. Ella no vendrá. Nos dejó a los dos un día, cuando tú tenías poco más de dos meses, y ahora navega tan a la deriva como nosotros. Como todos los demás menos tú, pequeño Ratón. Ella no vendrá.

Los árboles que rodeaban el observatorio sacudieron sus copas, agitadas por el viento que llegaba desde la antigua muralla de China.

Sara

I

 

Aroma de fogatas. Susurro de hojas secas arrastradas por el caminar y el crujido de una rama que se quiebra oculta debajo de nuestros pasos. Remolinos de hojarasca agitados por la brisa de la mañana. Así sucede siempre. El mundo se enrolla ahora  sobre sí mismo, la página que no hemos querido pasar es sucedida por la siguiente y por la siguiente a velocidad vertiginosa: la tierra repite el cielo y tenemos celos de Dios, los rostros que antes creían  reflejarse en un mundo estrellado desaparecen ahora en una penumbra progresiva o en un haz de luz cegador. Esa hierba seca que ahora pisamos ocultaba en sus tallos los secretos que servían al hombre para su supervivencia, sus raíces conocidas. Ahora ya no disponemos de esa hierba para camuflarnos, para parapetarnos: se he convertido en maleza.  Las utopías conocidas han perdido su inocencia y ahora sentimos que no tenemos nada en las manos. Lo que antes eran irrealidades ahora vienen cargadas de realidades; y en el soñar despierto, que es el que nos conduce al porvenir, se puede ya esbozar lo que puede acontecer en el futuro en el que ya vivimos. La ciudad plantea la trampa de ser el único lugar donde poder vivir. Lo demás ha dejado de existir y en ella converge todo por tierra, mar y aire. Y mientras, nosotros miramos atónitos los cambios sin saber qué hacer ante este nuevo viaje hacia las profundidades desconocidas de nosotros mismos en un entorno enigmático. Y de ahí es de donde surgen los nuevos monstruos.

Ella caminaba a su lado respirando en silencio ese aroma de fogatas que llegaba desde lejos. Aroma de café de los bares próximos, barrios parapetados en sus antiguas costumbres, resistentes a los cambios:  desayunos de domingo de las terrazas cercanas. Había vuelto aquella misma mañana suplicando casi por un paseo por el antiguo parque cercana a la que era su casa, suplicando casi por un poco de aire puro y helado, del que quema la garganta y los pulmones a su paso. Había tomado una taza de café.  Se había cepillado los dientes casi histéricamente para eliminar cualquier resto de sabores o de olores o de alientos. Se había duchado en soledad, oculta tras una espesa cortina de vapor y se había vestido protegiéndose del frío extremo del exterior: la mañana estaba teñida de un azul, blanco y añil afilados, dolorosos, resplandecientes. Se puso sus botas y salió a la calle donde él ya la esperaba pacientemente. Casi no la miró para no hacerle sentir su culpabilidad, para evitarle un cruce de miradas incómodo,  la conocía y sabía que detrás de toda aquella desarmada ternura ella necesitaba la confesión. Caminaron sin hablar durante un tiempo indeterminado que pareció eterno. Ella, en algún momento, se había colgado de su brazo, posiblemente derrotada por el agotamiento. ¿Ella está bien? Entonces él le preguntó. Rosie no contestó inmediatamente. Aún debieron caminar durante muchos minutos hasta que lo hizo. Está obsesionada con los sueños. Con sus sueños.  Cree que si tuviese acceso a todos sus sueños tendría un conocimiento preciso de sí misma. Camina por el filo de un acantilado y no quiere detenerse… La dejé dormida cuando me marché. Toma pastillas para estimularse y toma pastillas para dormirse. Él ladeó la cabeza. No sentía celos. No sentía dolor. Tomó bastantes pastillas antes de cerrar los ojos y soltarme la mano. Le dije que cuando se durmiese me marcharía.

 

II

 

Rosie había vuelto de su trabajo cerca de las cuatro. Había comenzado a hacer las tareas domésticas, como de costumbre, ese acto que más que aborrecer la aterrorizaba. Había comenzado por las camas y después por los platos y tazas medio vacíos del desayuno. Posos de café y migas de pan tostado sobre la mesa.  Habían salido apresuradamente porque posiblemente llegasen tarde a sus trabajos. No hubo sexo aquella mañana entre ellos.  

El teléfono sonó algo más tarde y Rosie levantó el auricular temerosa de no saber negarse. Temerosa de saber quién llamaba. Era ella. Sollozos al otro lado. Lágrimas evocadas desde una botella de vodka y un buen montón de benzodiacepinas. Farmacopornografía telefónica. Amenazas de suicidio. Rosie colgó el teléfono con una mano mientras con la otra agarraba su impermeable amarillo. Salió de la casa sin dejar una nota. Sin dejar una señal de su ausencia ni de su paradero. Él sabía. Él conocía los datos.  Encendió un cigarrillo pese a que no fumaba más que cuando  estaba con ella. En la calle la lluvia era horizontal. El viento la arrastraba y la reconvertía en otra cosa. Se puso la capucha y comenzó a caminar lo más rápidamente posible hasta la boca de metro. Había un largo trayecto aún por recorrer. Era viernes. Un viernes parecido a muchos otros y sabía que los viernes a ella no le gustaba estar sola. Su llamada no la sorprendió.

 

III

Vivo en los bajos fondos de la feminidad. Sé que tu marido me compara con las trabajadoras sexuales, con una actriz porno… Me relaciona con la insumisión sexual porque adoro los comics lésbicos y el punk y los vampiros y los dildos, el sexo con las máquinas y el ultrasexo crudo y el género cocido. Pero todo eso a tu entorno no le va y sin embargo tú estás aquí. Esta noche trabajaré sirviendo copas. Podrías venir con él. Al fin nos conoceríamos.

Sonrió con tristeza. Sonrió desafiante. Rosie la miraba desde el sillón de enfrente de la cama. Se cubrían con las sábanas tan sólo. Eran los últimos vestigios de su desnudez.

Intento que comprendas que debemos vivir en una plataforma artística y sexual para desmantelar los dispositivos políticos que nos oprimen. Si no me hubieras conocido hace tantos años me habría conformado con mi insaciable instinto de penetración. Pero tú eres una reina que lo quiere todo y que lo tiene todo,  la reina de las perras que dispone de todas las formas de sexo posible… Y es a mí a quien tu marido crucifica. Pero,  al parecer, ese pacto vuestro te  autoriza a hacer de mí un agujero de puta perpetuamente abierto a tu disposición y a la suya. Dejarte follar por mí es dejarme follar por él. Eso me denigra.

Yo no me siento oprimida. Dijo Rosie. Vivo en medio de tensiones que no controlo. Todos hemos dejado de controlar nuestra vida. La realidad, la que ahora vivimos,  no es tan tonta como para hacernos saber que nos están violando. Al contrario. Nos acaricia, nos halaga.

Sara dio una larga calada a su cigarrillo y se lo extendió a Rosie. Encendió otro para ella. Encendía uno detrás de otro y el color de sus dientes, de sus pómulos, de sus mejillas, el color de sus ojos, de las cortinas viejas y de las molduras de los techos,  todo ello, estaba suavemente barnizado por una pátina amarilla. Extendió una mano y le agarró la muñeca. Sus dedos y sus uñas también eran amarillos.

Tú eres una burguesita pero sin embargo estás aquí, conmigo, ahora. Siempre que te llamo vienes y dejas que haga lo que quiera contigo. Le has contado todo a tu marido y él consiente que vengas a acompañar a esta activista lesbiana que te pervierte y que conoce tus esfínteres mejor que tu ginecólogo. Lo entiendo menos a él que a ti.

Tiró de la muñeca que antes le había agarrado y la atrajo hacia ella. Ninguna de las dos llevaba apenas ropa, tan sólo la sábana. Entrecruzaron las piernas y se acercaron la una a la otra, fusión de las carnes, laberinto de piernas, brazos, dedos y corpúsculos. Roce de cartílagos y besos silenciosos y húmedos.  Silencio que se quiebra por un gemido. Poco que esperar.

 

IV

Él tenía voluntad de creer en aquella relación que, visto de alguna manera, le parecía incluso artística. Las nuevas formas del arte. ¿No es arte acaso la línea continua que une todas las zapaterías de Madrid? No era fe religiosa. No era cinismo.  Aunque sabía que aquella relación que ella mantenía de forma paralela a su matrimonio había perdido la decepcionante inocencia  inicial, con el paso de los encuentros había aceptado silenciosamente convertirse en vértice a cambio de una confesión, de una narración detallada de lo que ocurriese en aquella habitación en la que jamás había estado pero que conocía escrupulosamente a partir de las descripciones de Rosie. Pensaba que se trataba de una tendencia morbosa innegable del tiempo presente, un nuevo deambular de las relaciones y sus variantes entre hombres y mujeres: los lazos y los valores se redefinen hoy en una tendencia a la inestabilidad creciente pero que por repetición del uso acabará convirtiéndose en estabilidad… Nuevo maquinismo humano. Los antiguos motores ya no producen lo suficiente. Terminó la botella de agua sentado frente a su ordenador. Ella había vuelto la mañana anterior y casi no habían hablado. Después de comer en silencio él se había acercado a ella y ella había aceptado. No había duda de que ambos creaban un inconsciente artificial tal vez para motivarse dentro de su matrimonio y, una vez apartado, volvían a sus vidas con aparente normalidad. Mientras él le hacía el amor ella comenzaba a hablar de su último encuentro con Sara, de cómo la había encontrado tumbada en una cama con un cenicero en una mano y algo parecido a un porro en la otra. Le contaba como la había recibido con un tibio beso en los labios, como ella le había introducido su lengua casi a la fuerza, le había separado las piernas con violencia y excitación y como había hundido su cabeza y había atraído el cíclope hacia su boca hasta hacerla retorcerse como un alambre. Él la escuchaba y trataba de abrirse paso hacia las profundidades hasta que el calambre llegaba recorriéndole la espalda. Entonces dejaba caer la cabeza sobre su hombro.

 

V

 

Pero, ¿qué se puede hacer cuando uno es feliz, rico y libre? La solución es suicidarte o buscar alguna manera de autodestruirte. Las antiguas aberraciones sexuales son el síntoma más elocuente de esta descripción de la sociedad moderna: son una transformación de la libertad en una necesidad caprichosa, en una flagelación voluntaria. Rosie fotografiaba a Sara en actitud provocadora y erótica. Le hacía vestirse con cinturones dildo y le tapaba la cara con un verdugo. Luego mostraba las fotos-cuerpo a su marido pero nunca el rostro y lo envenenaba con historias que él le pedía que le contase, historias de las que ella era protagonista. Ella le narraba mientras le quitaba la ropa lo que ocurría antes y después de aquellas fotos fantásticas, los detalles de cada seducción en aquella habitación de un apartamento secreto, los orgasmos que tenían mientras conducían o en el sexo en cualquier playa remota. Ella utilizaba su poder y en aquellos momentos se situaba al mismo nivel de lo divino, de las máquinas, de lo monstruoso. Debajo quedaba él. Debajo quedaba Sara y su inframundo de vino blanco y farmacopornografía. Y después de aquello caminaban por parques de farolas ya iluminadas por la llegada del otoño incipiente, cogidos del brazo, como si el mundo fuera lo de menos. Hablaban del menú de Navidad y discutían sobre la ornamentación de la ciudad, del último libro leído y del insomnio de la noche anterior. Rose continuaba con su trabajo y él preparaba su próximo viaje de negocios de donde le traería unos zapatos o un anillo con estratégico cinismo. Y mientras, tal vez en el avión, tal vez en el silencio de la noche en la habitación de hotel, recordaría a Rosie y su descenso a los infiernos de sus deseos escondidos. Pensaría en que tal vez, sólo tal vez, parecería que más bien es necesario esforzarse por crearse un inconsciente a la altura de nuestas preguntas.

Colgado en Barcelona

Quizás salga algo de Barcelona. La música no me dejará dormir esta noche y la mujer que me acaba de dejar lleva un niño en su vientre. El padre soy yo y ella se ha ido. John Coltrane entra por la ventana y el trombón de su orquesta se confunde en mis tímpanos con los gritos y los insultos de la última discusión. Ella bebe tónica. Yo cerveza. Ella quiere que yo viva su drama como lo vive ella y por eso busco anestesia. Las mujeres son así.

Anoche caminaba por el Rabal. Habían cerrado ya las librerías donde esperaba encontrar algo distintp que leer. La policía se confundía entre las prostitutas y los camellos. Son unos hijoputas y juegan todos al mismo juego. Ella y yo llevábamos tres días seguidos discutiendo sobre la misma historia y yo necesitaba dejar atrás el aire putrefacto de Barcelona. Su humedad, sus heladerías, sus alcantarillas y su edificio Wellness de mierda. Estaba convencido de necesitar una vuelta a la normalidad por muy penosa que la normalidad fuese. En aquellos instantes adoraba la monotonía y estaba aterrorizado ante cualquier cambio. Neurótico que es uno. Ella, mientras, remoloneaba a mi alrededor como una mosca y la música se había detenido en la feria del barrio de enfrente. Barcelona en verano era un lugar insoportable, definitivamente, pero yo adoraba el pestilente olor de su alcantarillado y el suave deambular de su marginalidad canalla.

Dame cinco razones para tener este niño.

Quería cinco razones, nada menos. Yo no tenía ninguna y tampoco entendía qué quería de mí. Mis respuestas eran a cual peores pero si guardaba silencio sentía que era lo peor que podía hacerle.

Entré a tomarme un pastis. Edith Piaff sonaba de fondo como si su fantasma estuviese moviéndose por un escenario vacío. Me preguntaba sin embargo cuándo terminaría este maldito silencio que retumbaba en mis oídos como tambores de guerra.

Ella se puso a llamar gente por teléfono. A decirle a todos que yo estaba delante de mi ordenador escribiendo y bebiendo cerveza. Quería continuar torturándome y casi lo conseguía. Le iba el drama. Las mujeres son así.

Barcelona era el último refugio y por algún motivo sentía que estaba apercibido de cierre para mí o que lo estaría en breve. Pero en Barcelona existe un cartel que reza «reservado el derecho de expulsión». Aquel pastis era mi peor trago mientras recordaba mi situación. El pastis sube despacio y te emponzoña las arterias con su azúcar. La resaca es espantosa así que me pasé al JB sólo con mucho hielo. De subida al cerebro inmediata. Excelente para el colesterol y la arterioesclerosis.

Por la mañana había leído que las prostitutas de la Plaza del Rey se habían rebelado. Caminé hacia allí para echar un vistazo. Hacía rato que era ya de noche. En Barcelona oscurece pronto al final de agosto. Las putas habían llenado el antiguo barrio chino con carteles en los que reivindicaban su derecho a trabajar en la calle. Estaban muy molestas con el endurecimiento de la ordenanza cívica. A partir de mayo la policía las multaría en cualquier lugar público y sin previo aviso. Las sanciones por ofrecer o contratar servicios sexuales serían de 750 pavos y por practicar sexo en la calle hasta 3.000. Habían anunciado que el próximo paso sería una gran algarabía por las calles de la ciudad, por Paseo de Gracia, Sarriá y otros barrios pijos… Y una algarabía de las putas de Barcelona unida al siempre presente movimiento okupa podían ser algo serio… Mientras seguían dando servicio en los soportales de la plaza.

Se había acostado. Ella y el nasciturus se habían acostado. Miré por la ventana. Estaba alojado en la parte más fea de Barcelona, en la parte más fea del puto mar Mediterráneo. Todos los moros y pakistaníes andaban por allí de modo que yo era un intruso en su guetto. Barcelona. Dios, ¿qué era aquello?

Pero aquel lugar llamado Barcelona procedía de una relación espacio tiempo. Su imaginaría de barricadas, putas de absenta, Gaudís, sufrimientos éticos, ricos ligeros, pobres sólidos, ocupantes, ocupados, okupas humillados, ofendidos. A  veinte minutos las putas de absenta de la calle Robadors de los señores de Els Jardinets del paseo de Gràcia, todo vivido en unos 150 años de historia donde hubo de todo y pasó de todo.  Georges Sand o Theophile Gautier en el largo siglo XIX pasearon por sus pérfidas calles que buscan la sombra o la tiniebla. Todavía queda algo de aquella ciudad que fue literaria y hoy es sólo postmoderna decadente y sobre todo, ramblera. Quizás salga algo de Barcelona.

Ella vomitó la última noche que estuvo conmigo. Yo no sabía exactamente qué significaba aquello en una embarazada pero sospechaba que nada bueno. Además, después de las discusiones de los últimos días comencé a pensar que lo que teníamos entre manos nos traería problemas añadidos. Yo había llamado a Rocco pero andaba en un aeropuerto, por Managua creo que dijo y a Petrox no fui capaz de encontrarlo en todo el DF, algo no muy extraño teniendo en cuenta de que estamos hablando de México DF. Ella se había acostado y yo lo hice a su lado cuando ya no me quedaron más cervezas. No hablamos y pronto me quedé dormido, desmayado, no sé. Entre todo aquel vapor alcohólico pude entrever que aquella sería mi última noche en Barcelona, sería mi última noche de muchas cosas y no me equivocaba. A la mañana siguiente ni siquiera Mahler fue capaz de solucionarlo.

Desmontando a Beatriz

 
 
 
 
 
 

Desmontando a Beatriz.

 
A la luz de un astrolabio se pasea desnuda por la habitación mientras las cortinas hacen movimientos fantasmagóricos  onduladas por el viento. Ella canta canciones y juega con la coreografía de esas cortinas gaseosas, se deja envolver, se pone ahora un turbante, ahora un velo, ahora un pareo o un vestido de novia,  canta habaneras y el tango Margot e improvisa en su indiferente deambular instrumentos musicales:  golpea un cajón, un sombrero, los hace percutir con sus propios dedos o con un lápiz,  emite sonidos de flautín como la nínfula que ya no es, como la nínfula que siempre será. El astrolabio es de juguete y casi no emite más que  una tenue luz insuficiente para iluminar la estancia pero ella conoce el rincón donde vive lo suficientemente bien como para no tropezar con la ropa acumulada en el suelo desde hace semanas  con el paso del quita y pon de cada día. Beatriz es guapa,  una invención de un demonio melancólico. Parece salida de un cómic, sus movimientos son de cómic, su tamborilear sobre cualquier objeto de la habitación es de cómic, sus tetas son de cómic, tetas dibujadas a carboncillo y difuminadas a dedo y algodón con el deleite del que las está inventando exactamente para su gusto y su disfrute. Beatriz coge su cámara fotográfica, apunta contra un espejo y dispara contra sí misma una foto de su imagen haciendo una foto contra un espejo que la multiplica hasta el infinito de su propia figura replicada por cámara y espejo. La foto queda velada por el flash de cuello para arriba y oculta la identidad de la fotógrafa; el resto de la silueta aparece en medio de la nebulosa de Orión. El flash durante un instante ha deslumbrado la estancia, la ha pintado de blanco con su luz cósmica e impertinente. Mira la foto en el display:  efectivamente  aparece desnuda y con la cara anulada por el fogonazo. Objetivo cumplido. Podría ser cualquiera pero cuando él reciba la imagen en su teléfono sabrá que era ella. Se la manda  y bebe un trago de vino blanco mientras sonríe y canturrea letras que desconoce. Sonríe por lo que acaba de hacer. Sonríe  ante su propia ocurrencia. Sonríe porque lo imagina mirándola a través del teléfono…  La canción, con el gesto de la sonrisa en los músculos de su cara en tensión emerge desde su garganta de otra manera más engolada y llorona. Hoy se siente guapa y está disfrutando de sí misma. Hoy soy la pera, se dice. Entra en el baño y pronto su cuerpo queda difuminado por la otra cortina de vapor en la que ahora se envuelve, disfruta de la ambigüedad, del sí pero no, de la insinuación y así actuará esta noche cuando llegue el momento del encuentro con él.
 

 Él viene del Norte y su caminar es lento y cansado. Tiene la espalda ancha pero es fácil observar cierto encorvamiento cuando camina. A veces, una mueca de dolor y una mano a los lumbares, no es nada, pero molesta, molesta el paso del tiempo sobre todo. Él viene del Norte y trae una pesada mochila consigo pese a haber pasado la mayor parte de  los últimos años tratando de sacar todo aquello que consideraba inservible pero, cómo renunciar a ciertas cosas, a ciertos recuerdos. Recuerdos que viajan de Liverpool a Barcelona y de Barcelona a Lisboa y después a cualquier otro sitio. Ahora ha vuelto a casa y también en casa se siente forastero. Madrid se ha vuelto extraño. Él tampoco es el mismo. Han pasado los años. Han pasado las vivencias, que pesan más aún que todos esos  años… La maquinilla raspa en su deambular por la nuez. Es imposible alcanzar los más profundos ángulos de su cara y el afeitado quedará lo mejor que sea posible, sin ostentaciones. Desnudo delante del espejo mira su cuerpo y se acaricia las pelotas con la yema de los dedos. La sensación le dice que está preparado, piensa en Beatriz, la imagina deslizándose sola y desnuda en su propio entorno y pronto se confirma que está definitivamente preparado para ella, para tenerla esta noche cerca. Ha recibido un mensaje en su teléfono móvil. Ella lo provoca. Él está de acuerdo con las reglas del juego de la provocación. Acepta su inocente desafío pero no quiere que lo traicione la ansiedad, no quiere que lo traicione el deseo y caer en la tentación del onanismo precipitado, a destiempo,  que lo pueda estropear todo. No ceder a la necesidad de sus hormonas y de sus vesículas le hace sentirse más libre y continúa haciendo su trabajo con la maquinilla. Se afeita la cara, se recorta el vello del pubis, se prepara para ella. Entra en la ducha y desaparece detrás de la cortina como el actor que desaparece tras un telón después de representar su parte de la obra. Toda una escenografía se abre ante él y, al otro lado del escenario ella recubre su cuerpo con alguna crema que recuerda lejanamente a la lavanda o a alguna madera noble: no quiere perder su propio olor, su secreta identidad sensitiva. Él no quiere perder el sendero de su libertad y camina por Castellana como si aquella fuese la primera vez.
 
 Ella aparece en medio de una fantasmagoría de seres que hablan sin decir, que se fotografían al son de sus teléfonos móviles mientras hacen caso omiso al arte que cuelga de las paredes. Pollock no es importante y de su suicidio nadie sabe nada allí pero Pollock nos vigila como una premonición. Arte de vanguardia, arte del siglo XXI nacido en alguna mente evolucionada del difunto XX. Estamos asustados de perplejidad, de asombro, de incredulidad ante los protoseres. Pero parece que a ella no le afecta. Ella es uno de ellos pero  mantiene el disimulo, algo que odia. Si hay algo que detesta es disimular pero las circunstancias…  Ella mantiene la entereza cuando lo ve fotografiar a dos linarejas con cara de polvo fácil. No se descompone. La linareja es una mujer guapa por decreto. La linareja, dicen, puta hasta vieja. Él las fotografía como si no supiese que ella ya ha llegado. Da igual. No se descompondrá pase lo que pase. Él no sabe si la fotografía ha salido bien o mal porque ha notado su presencia cercana y todo se ha precipitado al ritmo del galope paroxístico de su corazón. Ella es tan alta como él, calcula, y es un espectáculo escénico. Tantea sus medidas por el rabillo del ojo mientras mantiene el otro puesto en la cámara y en las dos linarejas. Ellas hace un rato que dan igual pero a la llegada de ella se han saludado sin mirarse tratando de aparentar naturalidad y desenvoltura. Él la admira desde hace días, aunque no la había visto jamás. Ella es insoportable incertidumbre y amalgama de sabores: su piel está recubierta ahora por pecas, ahora por escamas ahora por terciopelo y su color muta con su estado de ánimo y él la escruta porque quiere tocarla y oler su aroma a jazmines de Tailandia. Bromean con el tantra y con el mantra para relajarse. Dialogan sobre ecología. No hay nada natural en la naturaleza, se aventura ella, todo pertenece al mundo de lo sagrado. Cuando la naturaleza te parezca natural, todo estará acabado y empezará algo distinto que no podrás identificar. No sabemos qué es pero puede estar bien.  Él se siente un insecto a su lado pero no se descompone  tampoco y trata de llevársela al terreno de las conversaciones que domina, las tantas veces ensayadas y entonces más bien es ella quien se tambalea un poco cuando le habla de foto astronomía o del big crunch o de la belleza de la estatua de un pequeño Peter Pan en un jardín de Londres rodeado de  niños perdidos que enredan sus brazos y piernas entre sus pies firmes clavados en el barro. Ella le pregunta por el material que utilizó el escultor para esculpirla y él, que no lo sabe, se pregunta porque le interesa precisamente eso. Luego, ella acude a la excusa del estrés y del cansancio y bebe rápida y precipitada su primera copa de vino. Luego llegarán otras más mientras escogen en la carta un menú improvisado. Ella adora el aguacate de Ecuador y él la contradice. Desestiman lo graso y perpetran un microscópico solomillo que es suficiente. Cena lezamiana en miniatura que ella ha sugerido con absoluta aparente y calculada indiferencia. Como quien lo pide todos los días. Él la tiene definitivamente a sus doce y detrás, en un abanico horario de nueve a tres se abre la Castellana entera en todo su esplendor, desenfocada ante su retina, como el resto de Madrid. Madrid lleva desenfocado para él mucho tiempo, demasiado ya y ha perdido la perspectiva de lo que Madrid es para él. Ella deslumbra y eclipsa, su pecho escotado, como una sugerencia,  resplandece más aún y a él le tiembla la mano izquierda, lítica. Pero no se descompone. Es la conjura: no descomponerse ante la belleza prepotente y aquella meta perfección y mostrar una relajación al menos ficticia o  fingida en la que los encuentros casuales como aquel parezcan los menos casuales de los encuentros.
 
 Croquetas de jamón, pseudo ceviche de gambas, foie con ternera cortada con un microscópico bisturí, cena lezamiana para dos infantes difuntos que han dejado de serlo al menos por un rato. Ella lo convence con el vino blanco, es la primera parte de la seducción y él lo saborea como si supiese algo de ello. En realidad busca la anestesia para su sistema nervioso, para que no haya traiciones en los gestos ni en las palabras pero mientras apura el vino devora croquetas con las que bromean y traban lazos con un futuro que todavía es incierto. Y en medio de todo aquello comienzan a llegar los roces, la necesidad de la piel y las manos se entrecruzan por instantes y luego él le agarra la suya y se la besa pensando en algún infinito. Ella recibe sus labios complacida y turbada. Él parece un ángel, un príncipe, un demonio y la hipnotiza a base de palabras y de besos en los nudillos. Su cabeza dice no pero su cuerpo se ha vuelto desobediente ante aquellas armas de seducción insospechadas. Definitivamente él es la diferencia entre un ángel y un idiota, lo que queda de ello… eso es él.
Y durante noches la amó y la hizo suya hasta la deshidratación de sus cuerpos. La recorrió y saboreó cada una de sus planicies como ella hizo con él y por un tiempo los ectoplasmas desaparecieron de sus firmamentos y no hubo más pesadillas ni llantos de bebés. Lo que convirtieron en la jaula-animal en la que ellos mismos se introdujeron los mantuvo en el simulacro del éxtasis mientras duró el calor y la última tormenta del verano. Mientras los periódicos siguieron llevando y trayendo noticias y las vieron pasar desde su ventana, páginas agitadas por el viento con noticias agitadas por el caos.
 
 Pero, como suele ocurrir, un día no la vio más y volvió a encontrarse fuera de su útero fantástico para amantes infantilizados sumidos en el desamparo más absoluto y peor aún. Su útero cobijante desapareció, explotó y volvió a la intemperie de la colectividad, del anonimato de almas varadas donde los paranoicos se comunican con los demás a través de sus propias mentes sin darse cuenta de su incomunicación.  Se terminaron los días de sentirse feto protegido en placenta y por placenta y todo volvió a ser hielo, tundra y verso acabado.  Beatriz fue  para él lo que él quería que fuese: caverna original, primero de los círculos concéntricos y lugar de partida. Ella bailaba conga y chachachá y él era infante extasiado que la miraba bañado por la placenta primordial. Al desaparecer ella de su esfera o al ser expectorado él de aquel lugar de protección experimentó en su retorno a la intemperie, fascinado y triste, cómo entre cielo y tierra hay más cosas muertas y exteriores de las que puede soñar hacer suyas cualquier niño del mundo. Al despedirse de aquel corazón que había sido suyo le invadió el  retorno al desasosiego aquel, mil veces vivido pero ya olvidado desde la llegada de Beatriz, la agorafobia de lo externo, la provocación de la soledad del individuo, que se cree indómito y que, sin saberlo, no ha sabido aún salir del rincón placentario.
 
 Ahora la ve todos los días. La ve a cada momento. La tiene gravada en su retina, palmo a palmo, centímetro a centímetro. Conoce sus sabores de madreselva y sus labios almibarados. Ella apoyó la cabeza en su pecho y la dejó allí durante lustros mientras  él le rascaba la nuca y le acariciaba el pelo y le hablaba de los peces de colores. Le recorría  las nalgas el pecho y el ombligo con el anverso y el reverso de su mano, ahora hacia arriba ahora hacia abajo en un movimiento de acuné.  Pero ella se marchó.
 
 Mucho tiempo después sigue recibiendo fotografías de una nínfula a la que el fogonazo de un flash le oculta la cara pero no la identidad, no para él. Ella cambia su ropa, a veces no la lleva, a veces no mucha, nunca demasiada. Jamás aparece su rostro pero él sabe quién es e insiste en la melancolía del objeto perdido como  una pérdida de su mismo yo. No hubo silenciosa tragedia en su pérdida y desaparición, tan sólo una muerte de la música que habían iniciado a componer, una ruptura del dueto de violines que componían en el que cuando uno perdía una nota era el otro el que reconducía la melodía. Tú me completas aún le dice, solo, mirándose en un espejo.
 
 Ahora vive vacío de sentido, con el tejado de su vieja casa derrumbado desde dentro y buscando nuevas formas de reestructuramiento de su propia identidad,  nuevos destinos, su habitación se constituye en la prolongación de su piel abrasada por la intemperie ante la soledad y espera a Beatriz llegar de vuelta en forma de fogonazo o de líquido nutricio, sabor y textura de almíbar. Allí vive, en el interior de una burbuja individualista esperando que la lágrima congelada de la mejilla se derrita para empezar a caer.