I
Aroma de fogatas. Susurro de hojas secas arrastradas por el caminar y el crujido de una rama que se quiebra oculta debajo de nuestros pasos. Remolinos de hojarasca agitados por la brisa de la mañana. Así sucede siempre. El mundo se enrolla ahora sobre sí mismo, la página que no hemos querido pasar es sucedida por la siguiente y por la siguiente a velocidad vertiginosa: la tierra repite el cielo y tenemos celos de Dios, los rostros que antes creían reflejarse en un mundo estrellado desaparecen ahora en una penumbra progresiva o en un haz de luz cegador. Esa hierba seca que ahora pisamos ocultaba en sus tallos los secretos que servían al hombre para su supervivencia, sus raíces conocidas. Ahora ya no disponemos de esa hierba para camuflarnos, para parapetarnos: se he convertido en maleza. Las utopías conocidas han perdido su inocencia y ahora sentimos que no tenemos nada en las manos. Lo que antes eran irrealidades ahora vienen cargadas de realidades; y en el soñar despierto, que es el que nos conduce al porvenir, se puede ya esbozar lo que puede acontecer en el futuro en el que ya vivimos. La ciudad plantea la trampa de ser el único lugar donde poder vivir. Lo demás ha dejado de existir y en ella converge todo por tierra, mar y aire. Y mientras, nosotros miramos atónitos los cambios sin saber qué hacer ante este nuevo viaje hacia las profundidades desconocidas de nosotros mismos en un entorno enigmático. Y de ahí es de donde surgen los nuevos monstruos.
Ella caminaba a su lado respirando en silencio ese aroma de fogatas que llegaba desde lejos. Aroma de café de los bares próximos, barrios parapetados en sus antiguas costumbres, resistentes a los cambios: desayunos de domingo de las terrazas cercanas. Había vuelto aquella misma mañana suplicando casi por un paseo por el antiguo parque cercana a la que era su casa, suplicando casi por un poco de aire puro y helado, del que quema la garganta y los pulmones a su paso. Había tomado una taza de café. Se había cepillado los dientes casi histéricamente para eliminar cualquier resto de sabores o de olores o de alientos. Se había duchado en soledad, oculta tras una espesa cortina de vapor y se había vestido protegiéndose del frío extremo del exterior: la mañana estaba teñida de un azul, blanco y añil afilados, dolorosos, resplandecientes. Se puso sus botas y salió a la calle donde él ya la esperaba pacientemente. Casi no la miró para no hacerle sentir su culpabilidad, para evitarle un cruce de miradas incómodo, la conocía y sabía que detrás de toda aquella desarmada ternura ella necesitaba la confesión. Caminaron sin hablar durante un tiempo indeterminado que pareció eterno. Ella, en algún momento, se había colgado de su brazo, posiblemente derrotada por el agotamiento. ¿Ella está bien? Entonces él le preguntó. Rosie no contestó inmediatamente. Aún debieron caminar durante muchos minutos hasta que lo hizo. Está obsesionada con los sueños. Con sus sueños. Cree que si tuviese acceso a todos sus sueños tendría un conocimiento preciso de sí misma. Camina por el filo de un acantilado y no quiere detenerse… La dejé dormida cuando me marché. Toma pastillas para estimularse y toma pastillas para dormirse. Él ladeó la cabeza. No sentía celos. No sentía dolor. Tomó bastantes pastillas antes de cerrar los ojos y soltarme la mano. Le dije que cuando se durmiese me marcharía.
II
Rosie había vuelto de su trabajo cerca de las cuatro. Había comenzado a hacer las tareas domésticas, como de costumbre, ese acto que más que aborrecer la aterrorizaba. Había comenzado por las camas y después por los platos y tazas medio vacíos del desayuno. Posos de café y migas de pan tostado sobre la mesa. Habían salido apresuradamente porque posiblemente llegasen tarde a sus trabajos. No hubo sexo aquella mañana entre ellos.
El teléfono sonó algo más tarde y Rosie levantó el auricular temerosa de no saber negarse. Temerosa de saber quién llamaba. Era ella. Sollozos al otro lado. Lágrimas evocadas desde una botella de vodka y un buen montón de benzodiacepinas. Farmacopornografía telefónica. Amenazas de suicidio. Rosie colgó el teléfono con una mano mientras con la otra agarraba su impermeable amarillo. Salió de la casa sin dejar una nota. Sin dejar una señal de su ausencia ni de su paradero. Él sabía. Él conocía los datos. Encendió un cigarrillo pese a que no fumaba más que cuando estaba con ella. En la calle la lluvia era horizontal. El viento la arrastraba y la reconvertía en otra cosa. Se puso la capucha y comenzó a caminar lo más rápidamente posible hasta la boca de metro. Había un largo trayecto aún por recorrer. Era viernes. Un viernes parecido a muchos otros y sabía que los viernes a ella no le gustaba estar sola. Su llamada no la sorprendió.
III
Vivo en los bajos fondos de la feminidad. Sé que tu marido me compara con las trabajadoras sexuales, con una actriz porno… Me relaciona con la insumisión sexual porque adoro los comics lésbicos y el punk y los vampiros y los dildos, el sexo con las máquinas y el ultrasexo crudo y el género cocido. Pero todo eso a tu entorno no le va y sin embargo tú estás aquí. Esta noche trabajaré sirviendo copas. Podrías venir con él. Al fin nos conoceríamos.
Sonrió con tristeza. Sonrió desafiante. Rosie la miraba desde el sillón de enfrente de la cama. Se cubrían con las sábanas tan sólo. Eran los últimos vestigios de su desnudez.
Intento que comprendas que debemos vivir en una plataforma artística y sexual para desmantelar los dispositivos políticos que nos oprimen. Si no me hubieras conocido hace tantos años me habría conformado con mi insaciable instinto de penetración. Pero tú eres una reina que lo quiere todo y que lo tiene todo, la reina de las perras que dispone de todas las formas de sexo posible… Y es a mí a quien tu marido crucifica. Pero, al parecer, ese pacto vuestro te autoriza a hacer de mí un agujero de puta perpetuamente abierto a tu disposición y a la suya. Dejarte follar por mí es dejarme follar por él. Eso me denigra.
Yo no me siento oprimida. Dijo Rosie. Vivo en medio de tensiones que no controlo. Todos hemos dejado de controlar nuestra vida. La realidad, la que ahora vivimos, no es tan tonta como para hacernos saber que nos están violando. Al contrario. Nos acaricia, nos halaga.
Sara dio una larga calada a su cigarrillo y se lo extendió a Rosie. Encendió otro para ella. Encendía uno detrás de otro y el color de sus dientes, de sus pómulos, de sus mejillas, el color de sus ojos, de las cortinas viejas y de las molduras de los techos, todo ello, estaba suavemente barnizado por una pátina amarilla. Extendió una mano y le agarró la muñeca. Sus dedos y sus uñas también eran amarillos.
Tú eres una burguesita pero sin embargo estás aquí, conmigo, ahora. Siempre que te llamo vienes y dejas que haga lo que quiera contigo. Le has contado todo a tu marido y él consiente que vengas a acompañar a esta activista lesbiana que te pervierte y que conoce tus esfínteres mejor que tu ginecólogo. Lo entiendo menos a él que a ti.
Tiró de la muñeca que antes le había agarrado y la atrajo hacia ella. Ninguna de las dos llevaba apenas ropa, tan sólo la sábana. Entrecruzaron las piernas y se acercaron la una a la otra, fusión de las carnes, laberinto de piernas, brazos, dedos y corpúsculos. Roce de cartílagos y besos silenciosos y húmedos. Silencio que se quiebra por un gemido. Poco que esperar.
IV
Él tenía voluntad de creer en aquella relación que, visto de alguna manera, le parecía incluso artística. Las nuevas formas del arte. ¿No es arte acaso la línea continua que une todas las zapaterías de Madrid? No era fe religiosa. No era cinismo. Aunque sabía que aquella relación que ella mantenía de forma paralela a su matrimonio había perdido la decepcionante inocencia inicial, con el paso de los encuentros había aceptado silenciosamente convertirse en vértice a cambio de una confesión, de una narración detallada de lo que ocurriese en aquella habitación en la que jamás había estado pero que conocía escrupulosamente a partir de las descripciones de Rosie. Pensaba que se trataba de una tendencia morbosa innegable del tiempo presente, un nuevo deambular de las relaciones y sus variantes entre hombres y mujeres: los lazos y los valores se redefinen hoy en una tendencia a la inestabilidad creciente pero que por repetición del uso acabará convirtiéndose en estabilidad… Nuevo maquinismo humano. Los antiguos motores ya no producen lo suficiente. Terminó la botella de agua sentado frente a su ordenador. Ella había vuelto la mañana anterior y casi no habían hablado. Después de comer en silencio él se había acercado a ella y ella había aceptado. No había duda de que ambos creaban un inconsciente artificial tal vez para motivarse dentro de su matrimonio y, una vez apartado, volvían a sus vidas con aparente normalidad. Mientras él le hacía el amor ella comenzaba a hablar de su último encuentro con Sara, de cómo la había encontrado tumbada en una cama con un cenicero en una mano y algo parecido a un porro en la otra. Le contaba como la había recibido con un tibio beso en los labios, como ella le había introducido su lengua casi a la fuerza, le había separado las piernas con violencia y excitación y como había hundido su cabeza y había atraído el cíclope hacia su boca hasta hacerla retorcerse como un alambre. Él la escuchaba y trataba de abrirse paso hacia las profundidades hasta que el calambre llegaba recorriéndole la espalda. Entonces dejaba caer la cabeza sobre su hombro.
V
Pero, ¿qué se puede hacer cuando uno es feliz, rico y libre? La solución es suicidarte o buscar alguna manera de autodestruirte. Las antiguas aberraciones sexuales son el síntoma más elocuente de esta descripción de la sociedad moderna: son una transformación de la libertad en una necesidad caprichosa, en una flagelación voluntaria. Rosie fotografiaba a Sara en actitud provocadora y erótica. Le hacía vestirse con cinturones dildo y le tapaba la cara con un verdugo. Luego mostraba las fotos-cuerpo a su marido pero nunca el rostro y lo envenenaba con historias que él le pedía que le contase, historias de las que ella era protagonista. Ella le narraba mientras le quitaba la ropa lo que ocurría antes y después de aquellas fotos fantásticas, los detalles de cada seducción en aquella habitación de un apartamento secreto, los orgasmos que tenían mientras conducían o en el sexo en cualquier playa remota. Ella utilizaba su poder y en aquellos momentos se situaba al mismo nivel de lo divino, de las máquinas, de lo monstruoso. Debajo quedaba él. Debajo quedaba Sara y su inframundo de vino blanco y farmacopornografía. Y después de aquello caminaban por parques de farolas ya iluminadas por la llegada del otoño incipiente, cogidos del brazo, como si el mundo fuera lo de menos. Hablaban del menú de Navidad y discutían sobre la ornamentación de la ciudad, del último libro leído y del insomnio de la noche anterior. Rose continuaba con su trabajo y él preparaba su próximo viaje de negocios de donde le traería unos zapatos o un anillo con estratégico cinismo. Y mientras, tal vez en el avión, tal vez en el silencio de la noche en la habitación de hotel, recordaría a Rosie y su descenso a los infiernos de sus deseos escondidos. Pensaría en que tal vez, sólo tal vez, parecería que más bien es necesario esforzarse por crearse un inconsciente a la altura de nuestas preguntas.