I
Si eres un puto gordo tienes que soltar tu dinero para que te mire el endocrino y te haga una reducción de estómago. Pero si quieres tener novia y quieres mojar desde la primera noche tienes que pagarle todas las copas hasta que la tengas cocidita, en su punto de maceramiento, ni mucho ni poco, pero desde luego, tienes que soltar la viruta y comprarle rosas a la vendedora china que más tarde o más temprano pasará por tu mesa. Si desde que eras pequeño no te dio la gana de lavarte los dientes como te decían tus viejos ahora tendrás que untar a un sacamuelas que te sacará hasta las tripas y querrá acostarse con tu hermana. Puedes pretender tener un buen piso y meterte en una hipoteca que te esclavizará toda tu vida y la de tus hijos y nietos y joder tres generaciones de una tacada o puedes ser un delincuente. En tal caso en el trullo no pagarás ni alquiler ni alimentos. Pero te darán por culo los negros mandingos, los vigilantes y hasta el alcaide. En cualquier caso estarás jodido porque hemos entrado en el siglo xxi, el siglo que limita con el Apocalipsis y Dios, que es el peor casero que existe, está preparando ya la factura por habernos alquilado este planetucho durante una temporada. Y mientras todo eso llega, el sector financiero y los políticos se han confabulado para convertirnos en sus esclavos. Y lo somos. Nos la van enroscando lentamente y no nos damos cuenta pero… lo somos. Y lo peor está por llegar. Entonces le preguntas a esa chica a la que acabas de conocer y que te quieres ventilar sin más prolegómenos: ¿qué es lo que más te cabrea de este mundo, cariño, lo que más te jode realmente?
Me llamo Nelson. No estoy gordo, no tengo novia porque la última me dejó colgado el día que no me soportó más, tengo caries de las que se encarga un peluquero amigo mío que en sus ratos libres ejerce de dentista a razón de veinte pavos la muela y puedo afirmar con orgullo que soy más pobre que las ratas. He pasado de los cuarenta y he tapiado la ventana de las grandes expectativas: una cerveza y hacerme una paja son, en mi vida, la metáfora del alcohol y las mujeres. No hay más. He comprobado que el orgasmo es un paroxismo; la desesperación, otro. Lo que ocurre es que el primero dura un instante; el segundo dura una vida y tras llegar a esa conclusión creo que sólo escribir me divierte. Escribir y jugar al ajedrez. Por las tardes bajo al boulevard de mi barrio y allí me quedo hasta el anochecer. Se trata de una zona arbolada y amplia donde los emigrantes de todo el mundo se juntan para beber cerveza, para hacer sus trapicheos de costo y hachís, sacar a los niños o a los perros a pasear y que echen una meadita o escuchar alguna emisora colombiana o musulmana. A veces los moritos la escuchan y les preguntas si están cantando o si están diciendo una misa. Una misa, te contestan. ¿Y qué dicen? Muchas cosas, te dicen con solemnidad.
En el boulevard me siento a gusto. Con el paso del tiempo me he convertido en uno de ellos y ni el color de mi piel ni mi acento parece importarles. Ellos no son racistas y me aceptan como una singularidad pero al menos me invitan a los licores de su tierra. En el boulevard me siento bien, no tengo pretensiones y, sobre todo… juego al ajedrez. Varios de los vagos que siempre andamos por ahí hemos confraternizado en torno al tablero y las piezas y nos sentamos alrededor de una mesa donde da la sombra y jugamos al rey del tablero. El que pierde se levanta y el que gana permanece sentado y no paga los botellines de esa ronda, que van rulando durante toda la velada. Priva barata si eres capaz de permanecer con el culo pegado a la silla unas cuantas partidas seguidas pero una ruina cuando no haces más que perder, como es mi caso. Hay dos cubanos que juegan de puta madre pero es Emil, el rumano, el que domina el cotarro. Cuando Emil no está porque le ha salido una chapuza en una obra los cubanos se reparten el tablero la mayor parte del tiempo y prácticamente no pagan nada durante toda la tarde. A mí me ganan en una proporción de una a quinientas partidas pero cuando llega Emil las cosas cambian. Los dos cubanos se miran entre sí como diciendo “se acabó el chollo, viejo” y entonces Emil se sienta y, como un prestidigitador comienza a ganar partidas. Ya no se levanta de la silla y los demás comenzamos a soltar dinero para sus cervezas. Emil habla poco, se concentra y encoje el rostro, se le tensa el rictus y comienza a repartir ostias a izquierda y derecha. No hay quien se le resista y jamás lo he visto perder una sola partida. Habla mal castellano, con acento rumanizo de alguna zona del interior de la Transilvania septentrional, si es que eso existe pero, con el reloj corriendo en su contra comienza a hacer sus cálculos y finalmente gana una partida que parecía completamente perdida. Entonces habla, podemos imaginarlo todo, calcularlo todo, salvo hasta dónde podemos hundirnos, dice, mientras vuelve a poner las piezas en su sitio para comenzar la siguiente.
Algunos metros más abajo de donde colocamos nuestra silla de camping y nuestras sillas, en un banco de piedra se sientan un grupo de quirománticas, leedoras de mano, echadoras de la buena fortuna y tatuadoras, vendedoras de bisutería y de perfumes fabricados por ellas que cotorrean sobre todo lo que sucede a su alrededor, incluidos nosotros, a los que tienen por una panda de tipos raros y por unos maricones a los que jamás han sacado un céntimo con sus artes de brujas caribeñas profesionales. Lo mejor de aquel grupo era que todas eran mujeres y de vez en cuando se acercaban a nuestra mesa para ver si podían sacarnos los cuartos de alguna manera.
– Aquí tienen una esclava, señores. Pa lo que se les ofresca. Díganme qué desean, ¿ la buena fortuna, un cafesito, un tatuajito, una servidora? Al que me pague bien le pinto en púrpura la isla de Mogador en el culo.
Y se marchaba lanzando una carcajada que era secundada por sus compañeras desde la lejanía.
II
Pero lo cierto es que el pecado formaba parte del proyecto divino y el auténtico pecado allí se llamaba Nora y se trataba, sin duda, de un ser extraordinario, radical, es el sentido más riguroso, es decir, ella solita conformaba todo un sistema orbital esférico y platónico, planetario, galáctico, un sistema que no soportaba ni el más mínimo desarreglo o perturbación ni crítica, ni asimetría, se trataba de un sistema orbital sobre el que girábamos todos nosotros, ajedrecistas o no, eso es lo que a mí me parecía, es decir, ningún adjetivo, ningún sustantivo era capaz de describirla sin errar crasamente. Nora era una mulata moluqueña que no debía tener más de diecisiete años aunque perfectamente podría parecer treinta y cinco o veintidós, dependiendo de la oblicuidad de la luz con la que fuese reflejada en cada instante. Se juntaba con las gitanas y negras y fabricaba abalorios y hacía trenzas de rastafari y jamás hablaba. Nora parecía vivir ajena a todo lo que la rodeaba, en su propia galaxia. Se puede decir que los seres excepcionales sólo podrán triunfar sentimentalmente si se juntan a otros seres excepcionales y Nora era un ser excepcional pero por allí la gente de su especie no abundaba demasiado que digamos.
Nora escribía el deseo sexual en cada movimiento, en cada respiración, en cada bombeo de su corazón. Lo escribía en un texto imaginario en el que todo en ella era energía sexual enigmática como un diagrama tibetano, un diagrama tántrico, un diagrama que representaba el eje de su cuerpo, desde el sexo hasta el cerebro. Y daba miedo. A mí, que temía a las mujeres más que al castigo divino por mi inferioridad emocional frente a ellas, que las temía más incluso que al paro, Nora me daba mucho miedo.
III
Los cubanos rajaban que daban miedo cuando no estaba Emil. Durante las partidas hacían comentarios despectivos hacia las jugadas del contrario tal vez con la intención de intimidarlo. Conmigo no lo conseguían pero sí conseguían tocarme las pelotas y que cuando perdía me levantase de bastante mal humor.
– Ah, ¿con que esa jugada? Ahora sí estás joío. Pues ahora te voy a meter el comunismo en el cuerpo, m´ijo.
Y movía dando un golpe con la pieza en el tablero. Cuando finalmente ganaban la partida te levantabas para dejar paso al siguiente. Una vez en que estaba esperando mi turno para sentarme y en el que uno de los dos cubanos estaba repartiendo cera a todo bicho viviente observé como mis músculos se tensaban y mi corazón comenzaba a latir aceleradamente. Justo detrás de mí, gomo una gata, estaba Nora mirando las partidas (o mirando mi nuca, no lo sé). Llevaba su pantalón vaquero desteñido, unas sandalias y el pelo con rastas hasta casi el ombligo, uno de sus centros gravitatorios. Nora me respiraba en el cuello, sin hablar, mirando a ninguna parte y yo estaba convencido de que la partida le importaba un bledo y que estaba allí por mí, para mí, para que algo ocurriera. El aire que exhalaba era su método de comunicación y era a mí a quien se dirigía aquel ser interplanetario. Entonces me llegó el turno de sentarme. Con los músculos paralizados y gélido como una estalactita me senté en la silla que acababa de quedar vacía. Nora seguía ahí y me atreví a adentrarme en el interior de sus ojos, por primera vez desde que la había visto tuve el valor de hacerlo. Ella mi miraba sin gesticular, con aquel metalenguaje que utilizaba y que sólo comprendía quien ella quisiese que comprendiera. Miré al tablero y comencé a jugar. Ella estaba allí y mis movimientos co0menzaron a ser precisos, perfectos, irrefutables.
– Ta bien, m´ijito, tas jugando bien. Pero la que te viene ahora… Nooooo, ya la jodiste, m´ijo, te vas a chulear a este hijo de la revolución, noooooo, esa no, chambón, chambonaso… no no no, pelotudaso.
El cubano iba aumentando el nivel de su intimidación pero yo no lo escuchaba. Sólo el latido de mi corazón llegaba a mis oídos y el aire caliente de las entrañas de Nora, del pecho de Nora. Mientras seguía jugando como nunca lo había hecho, con la precisión de un maestro y el cubano pronto dejó de hablar, cuando vio que, definitivamente estaba perdido. Aún aguantó algunos movimientos más con la esperanza de que yo cometiese algún error de principiante, con la esperanza de que no supiese rematar la partida. Pero eso no sucedió.
– Jaque mate. Dije.
No estaba seguro de que fuese jaque mate pero lo dije. Era jaque mate y el cubano se había vuelto blanco de pronto. Dando un golpe a su rey que lo hizo volar fuera de la mesa, se levantó con violencia y se marchó furioso. Yo seguía paralizado, mirando la posición, tratando de entender… De pronto miré a Nora y Nora seguía ahí. Volví a mirarla, volví a mirar el interior de sus ojos negros y desde ahí me hizo una mueca, una sonrisa de medio lado. Sacó su pequeña lengua para mojarse los labios y, satisfecha, dándose media vuelta, volvió con su caminar de gacela con su grupo de fabricantes de pulseras.
IV
Nunca volví a tener ningún contacto con Nora. Ahora ha pasado el tiempo y todo ha vuelto a la normalidad. Aquel día no seguí jugando partidas ni bebiendo botellines de cerveza. Me marché a mi casa en silencio, embrujado. Después todo ha seguido igual. Los cubanos han seguido dándonos estopa y han seguido siendo los propietarios de la mesa, siempre con el permiso de Emil. Alguna vez he tenido la tentación de acercarme a Nora para preguntarle qué fue lo que hizo, qué fue lo que pasó, pero me sentí ridículo por ello y jamás lo intenté. Lo que sé es que mi ajedrez jamás mejoró, seguí perdiendo partidas y seguí siendo el vulgar jugador que morirá olvidándose la reina en la línea de fuego de una torre. Pero algo sí cambió después de aquel día. Aquel día comencé a escribir sobre mi barrio y sobre el exilio que todos nosotros vivimos en nuestro barrio. Exilarse en ese barrio de Madrid es como pertenecer a un clan, integrarse a un clan, una vez integrado quedas gravado a fuego por ese falso honor del alcohol, de ausencia y de silencio.
Llegar pues -me sucedió hace unos años y llegué de forma voluntaria sabiendo que aquel, probablemente, no sería el mejor lugar donde estar pero que sería mi sitio por mucho tiempo. Voluntario o no, fue al mismo tiempo abrazar su orden, integrarse: aceptar también toda la ponzoña y toda la canalla que en él se agrupa, vagos, maleantes, maltratadores, camellos y otra gente de mal vivir y eso es lo más duro, saber que tu elección ha sido libre y que no deberás de ser indigno a ella. Nora hizo con su aliento en mi espalda que entendiese cuál era mi camino, el camino que debía seguir y la misión que tenía. Escribir sobre mi barrio plateado por la luna y sobre toda la distinguida purria que lo habitamos. Yo ya he pasado los cuarenta y he completado mi exilio. El libro sobre el barrio saldrá pronto y fue el aliento de Nora el que guió mi pulso a través de las cuartillas que narraron su existencia.