Archivo mensual: May 2021

Esas fiestas neoburguesas…

1.

Fragancia de hojas humedas. En el parque han comenzado a quemar los primeros rastrojos y el humo y las cenizas se han desplazado más allá de sus límites, por las avenidas y por nuestras calles favoritas. La humedad propia de septiembre que suele dejar las lluvias de la tarde hace que, cuando miramos al cielo rojizo confundamos conocimiento con conocimiento. Madrid. Primeros días de octubre. Últimas noches de septiembre. Comienzo a priori sugestivo de una noche de viernes que, antes de que comience, ha podido parecer excitante pero que luego sólo es aburrida y decadente. Peor. Vacía e incómoda. Y en medio de ella, a partir de una hora imprecisable pero aún temprana, me abruma con insolencia la certeza de que mi mundo interior ha cambiado y no todo ha sido para mejor. Constatación de que hay cosas que no he sabido manejar tras esos cambios imprecisables.

Estoy apoyado en la barandilla vertiginosa de un ático de la zona noble de la ciudad. Desde este observatorio privilegiado contemplo su trazado en cuadrícula, que no me interesa en absoluto: hacia el Este, la visión llega más allá del reloj de Correos y hacia el Oeste, hasta el Faro de Moncloa, ese enclave estratégico que una vez llamamos nuestro Observatorio y que inspiró algunas prosas dudosas y ciertas rimas de derrota. Se trata de probar que hay vida, continuando con ella, aferrándose a ella. A mi espalda, a pesar de los escotes y las transparencias propias del final del verano, a pesar de las danzas sinuosas y de las miradas de provocación, de las copas de vino y de los cigarros a lo Greta Garbo, nada me parece lo bastante libidinoso ni suficientemente sugestivo para que me asalte la necesidad de ser amado.

Por comer algo, por vencer el sopor, por darle alguna utilidad y sentido a mis manos y a mis movimientos torpes en general, me pongo en un plato algunas cucharadas de quinoa negra, de aguacate y langostinos, que como de pie, incómodo, con cierta punción intercostal por haber venido hasta aquí, casi forzado, sólo por complacer. Arrepentido y con cada vez más dudas pero con la certeza de que horas después, tal vez algunos días después, qué más da, habré de sentarme a vomitar metafísicamente la quinoa, el vino que no tomé y toda la incomodidad de aquel par de horas en las que me cuesta identificarme con nada.

Luego, en cama, algo tomé que me durmió casi instantáneamente. Y soñé. Soñé un sueño que no recordaba al amanecer pero que enlacé con otro sueño que me sobrevino un par de noches más tarde y que, sin la angustia de la pesadilla, me dejó una sensación de melancólica soledad que me cuesta describir. Cada vez más puritano. Cada vez más alejado de todo… comenzando incluso a disfrutar de mi desconexión progresiva pero completa de ese magma extraño al que llamo “mi entorno”.

N me habla de periodismo ficción y me pregunta si no bebo vino, si no bebo nada que altere mi conducta, de naturaleza alterada, per se. Tiene aproximadamente mi edad pero la sensación de que ha aprovechado el tiempo mejor que yo me hace sentirme en inferioridad de condiciones por mi indolencia y mi secular incapacidad de concentrarme. Alguien habla de mi bondad natural y me hace sentir aún más estúpido. Se trata de una interpretación del metalenguaje peligroso que desciframos sólo los neuróticos o los que nos hemos dedicado a pensar obsesivamente en la comunicación. Apoyado en la barandilla vertiginosa, o hablando con N o viendo aquellas danzas progresistas que la música de los 80 aún es capaz de coreografiar, tengo la sensación de que otro invierno se aproxima. Las sensaciones producidas por la fragancia de fogatas de hojas caídas y por el primer viento húmedo llegado de las cordilleras que rodean esta ciudad, percuten directamente contra mi fenomenología emocional y la descubren por completo para que pueda sentirla directamente sobre la piel. Así de vívidas son mis sensaciones y así las describo ahora, de forma más o menos aproximada, más o menos torpe.

N me habla de resoluciones judiciales inverosímiles de casos con los que los medios de comunicación nos han mantenido confundidos y engañados. Periodismo amarillo sin valor  ni rigor y manipulación de los medios de masas que, normalmente me irritaría y me incitarían a la rebelión o a la huida pero que ahora mismo son totalmente indiferentes por su superficialidad y falta de valor y autenticidad. Y me pregunto si la huida no es, en mi caso, una entristecida forma de rebelión. N me enseña su último libro, una historia de falsos asesinatos, mujeres desaparecidas e inspectores de policía de turbio pasado que han caído en el alcoholismo, como base fundacional de todos los infiernos. Nada nuevo, territorio manido y cháchara de bestseller barato cuya próxima estación es el olvido y la venta al peso. Pero me pregunto cómo ha sido capaz de llenar 500 páginas y que tengan la coherencia y calidad literaria como para que alguien lo valore lo suficiente como para arriesgarse en su publicación. A estas horas, cuando aún no es media mañana, he escrito dos folios no más allá de simplemente aceptables y ya me siento profundamente agotado como para seguir. La experiencia me ha demostrado que, a partir de ahora, después del segundo o a lo sumo el tercer folio, la calidad literaria de lo que escriba decaerá angustiosamente. Mejor, por tanto, no seguir, aunque es tan grande la necesidad de avanzar…

A C su pareja lo ha abandonado y siente el terror de la soledad y de los cambios imprevistos que se producirán en su vida. La insoportable incertidumbre. Yo soy un hombre romántico, dice, con un nudo en la garganta. En esta reunión está haciendo un ejercicio ficticio de extroversión, de ventanas abiertas al mar que, dada la fragilidad de su situación, solamente lo dejan más desnudo y a la intemperie. Se dirige a todo el mundo, concierta citas con distintas personas para el lunes, el martes y el miércoles. Le aterra la soledad y el enfrentamiento con el silencio y consigo mismo. Siento cierta pena por él y le propongo la natación, como alternativa existencial provisional. Lo insinúo como un intento de aproximación empática, aunque yo mismo no crea en la natación ni en ese medio antinatural, claustrofóbico y laberíntico que es el agua. Pero le he oído decir que era de signo Acuario y es lo primero que me ha venido a la cabeza sólo por hacer la aportación de un estúpido consejo. Todo queda en una torpeza, un comentario que pende de un hilo solitario y aislado. Gracias, me contesta, creo que con verdadero agradecimiento, pese a todo. Después, al final de la velada, bajaremos juntos en el ascensor y me cederá el paso varias veces, casi con excesiva cortesía, y me dará la mano calurosamente y yo estaré tentado de sugerirle la lectura de la Crónica de los Wapshot, por ayudar verdaderamente con algo que considero que puede ser empático, pero descartaré la idea por temor a la incomprensión, a la inadaptación, a ser llamado excéntrico. Nos giramos y caminamos en direcciones opuestas en busca de objetivos desconocidos pero, sin duda, divergentes. Nunca nos encontraremos C y yo en un sendero que conduzca a interpretar la diferencia entre conocimiento y conocimiento.

S vive un fracaso sentimental de tipo neoburgués parecido al de C. Similar al que alguna vez hemos vivido casi todos los que ahora, en esta reunión patricia, nos mezclamos y consolamos endogámicamente en un acto de bochornosa vacuidad. Me siento disminuido y sin reflejos, incapaz de ser empático, incapaz de disimular mi incomodidad y mi incapacidad para integrarme. Me relaciono más cómodamente con el vacío o con el silencio y la observación meticulosa de mi entorno, en este momento, me envilece y me convierte en alguien despreciable. En una secuencia fílmica de continuidad de las terrazas de la calle Serrano imagino piscinas sucesivas en las que nadar saltando de ático en ático tratando de relacionarme con los integrantes de esas fiestas sucesivas, recorriéndolas a nado y llegar así hasta Concha Espina o el Viso, como un Ulises que vuelve a su isla tras enfrentarse a los Polifemos y las sirenas de por aquí. Sin saberlo aún, a eso de media noche me he perdido en mis intentos agotadores de adoptar alguna actitud, de posicionarme en algún sentido, el que sea.

2.

Pienso en lugares donde la vitalidad y el vigor son tan abrumadores que crean dependencia como puede hacerlo cualquier otra droga. La visión del Mediterráneo eclosionando luz y reflejos en todas direcciones me hace sentir fértil y en armonía. Echo de menos esas poblaciones pontificias que tienen el privilegio geográfico de estar en dos mundos a la vez y a las que hemos denominado de tantas maneras distintas y sobre las que he escrito tanto en los últimos años. He dejado de sentir mi propia virilidad. Mi fortaleza ha disminuido e intento conservar los últimos resquicios de mi juventud, que trato que no se me escapen de entre los dedos como puñados de esa fina arena del Egeo que una vez conocí.

E parece haber tenido la perspicacia suficiente como para reconocer mi fragilidad, mi incomodidad y mi falta de ubicación y lo ha aprovechado para hacer comentarios burlescos a costa de mi precaria situación, que me sumerge cada vez más profundamente. Se apoya en una o varias copas de vino para tener encuentros casuales con la inspiración. Normalmente no me hubiese molestado pero confirma mi precaria posición ante las relaciones sociales. La ignoro, en cualquier caso, me levanto y vuelvo al rincón de la barandilla desde donde miro la hora en el reloj de Correos, que es como un gigantesco tótem luminoso, choco con S, que baila, choco con N, que se sirve vino y llego al final de la terraza, donde aún queda un poco de agua en una garrafa sumergida en hielos. Me sirvo un vaso, que bebo de un trago. Me sirvo otro, cojo algunos cubitos con la mano directamente de la cubitera y los introduzco en el vaso, que le llevo a M y ahora me avergüenzo de estar escribiendo esta crónica de la vacuidad, de la mía propia en la que la principal sintomatología es la náusea, que viene y va como la tormenta que resuena a lo lejos y que pronto habrá de descargar pirotécnicamente sobre nuestra terraza de la calle Serrano.

Alguien le ha preguntado a C si sabe si ella, la que fue su pareja, le fue infiel en algún momento y ahora siente un remordimiento constante que le hace actuar de forma tan volátil. Tú no le has sido directamente infiel a tu pareja, con la que has compartido años de dudas pero tu pensamiento ha defendido siempre la deslealtad ocasional. Has tenido citas con otros hombres aunque todo haya quedado, finalmente, en la fase telúrica del café y nada haya ido más allá, al menos en el plano físico que, al final, es el menos importante de la traición. Una quietud sorprendente y repentina al cerrar los ojos y de pronto la sensación de estar siendo devorado por una criatura grandiosa que me traga desde la cabeza y me introduce en sus entrañas oscuras y profundas. Un aliento fétido y unas tenazas en torno a mi cuello, en el punto exacto donde la nuez se hace más pronunciada, me impiden respirar. El latido de mi corazón se acelera tanto que siento que todo dentro de mí se va a desgarrar. Fuentes ocultas por el crecimiento libre de la vegetación y hojas de otoño cayendo mansamente sobre las lápidas del Cimetiere des Innocents donde yacen la mayor parte de mis versos junto a los huesos de intrépidos napoleones. No llegaré al alba para oír, como intrépidas legiones, la gente abandonar esta casa apostada en una colina, sus habitaciones, sus muros y el vacío, en general, de todo lo que la conforma y que ahora está iluminada tan sólo por las lámparas de la futilidad. Todo es octogonal aquí y ahora, los escotes, las vasijas, las palabras que aparecen desde el interior de gargantas y de bocas poligonales, que se mueven a cámara lenta y que tienen, como bocanadas de humo, formas poliédricas que se elevan y desaparecen. Asociaciones alfabetizadas carentes de sentido, balbuceos sin valor y silencios a los que estamos condenados como seres criados, seleccionados y domesticados para algún tipo de comunicación. El síndrome de la deslealtad me nubla la vista como un opiáceo lo haría pero en realidad lo que no soporto de la vida es la vida misma. La sobreabundancia de lo idéntico. Toleramos la abominable falsedad en el sexo, el disimulo durante el final al que siempre, inexorablemente, todo llega, la finitud de las cosas. Admito que las farolas ya no alumbren más pero no soporto que dejen de hacerlo de aquella determinada manera como lo hicieron cuando recorría las avenidas siendo un niño ni que la violencia de los cambios no nos impacte neuronalmente. Calles empedradas con charcos aquí y allá y vómitos al volver la esquina. Violencia neoliberal que provoca depresiones y cáncer. No soporto que mi prosa haya sido negligente durante todos estos años en los que he tenido doble personalidad y en los que la búsqueda de no sé qué ha marcado el camino. Ahora vuelvo atrás para retomar algún otro hilo de Ariadna del que tirar. Sombras que cubren todo lo que un día fueron destellos de meteoros que hicieron que mereciese la pena estar vivo.

3.

Subo las escaleras buscando un baño desocupado. Recorro los pasillos solitarios y paso por habitaciones que, por la decoración y orden sólo pueden pertenecer a un adolescente o a un esquizofrénico. Estoy solo. De pie, mirándome al espejo me digo que el mejor escritor es el que más corrige, el que tiene esa capacidad para la humildad, el que, cuando escribe no se está describiendo a sí mismo y el que, cuando subraya, no está subrayando su propia existencia ni la desdicha de su existencia ni su propio nihilismo. Miro mi imagen en el espejo y más adentro aún y no veo nada y me pregunto si el mundo y todo cuanto me rodea no es nada. Y si todos estos nadas no son nada, si labios que se besan por dentro no son nada entonces, efectivamente, el mundo no es nada.

4.

De B he sabido que su marido murió de una enfermedad breve pero furiosa. La he oído contárselo a alguien pero he tenido la sensación de que quería que yo lo escuchase en medio de todos los murmullos entremezclados. Mucho más delgada, con las canas sin el disimulo del tinte, bebía de una copa alargada un clarete dañino cuya único sentido era el de la embriaguez. El vestido, rojo, le queda muy mal. Puede que hace años fuese bonito o, al menos, pasable. Ahora parece un borbotón de sangre que ha empezado a oxidarse y a ennegrecer. El ir y venir de la gente, el acoplarse y desacoplarse de unas conversaciones a otras, nos ha dejado finalmente solos y entonces, a la luz del farol, he querido mirarle los ojos por primera vez en años. Desde la última vez que la vi y me dijo en el último encuentro que nunca volvería a llamarme. Y realmente nunca más lo hizo y yo no traté de buscarla. Para verla como quería hacerlo he tenido que poner la mano como pantalla y hacer sombra no sé si en su rostro o en el mío. En aquella media penumbra la he reconocido bien, otra vez. Tú también has envejecido en estos pocos años, me ha dicho, asumiendo que yo ya había percibido su deterioro. Ha mirado la copa de clarete en sus manos y ha hecho un gesto cómplice con la cabeza y una mueca de resignación. Sí, he vuelto a beber… un poco. Ha bajado la mirada como una petición de que no volviese a intentar mirarle a los ojos. Y la ha mantenido así un tiempo. Recuerdo nuestras conversaciones en Príncipe Pío y luego en tu apartamento. Por aquel entonces él aún no estaba enfermo, me enteré poco después de ti y no te lo dije porque tú y yo ya no éramos nada y no estaba segura de que entendieses que él, mi marido, estaba muy enfermo y que, según yo, había enfermado por mi culpa. Me hubieses dicho que empleaba mal alguna palabra o algún concepto y te hubiese contestado que no importa la palabra mal empleada por mi parte, lo importante es que sé que entendías lo que te decía pero como no querías aceptarlo insistías en que empleo mal el lenguaje y que confundo los conceptos y así una y otra vez… Fue cuando decidimos que no podíamos… que no podíamos porque era peligroso, por muchos motivos los era y por ello no te conté que mi marido estaba muriéndose por mi culpa. Ahora te veo, años después, y pareces otro. Estás más calmado y observo que buscas la soledad en medio de tanta gente pero por aquel entonces todo era más peligroso, pura estridencia dentro de mi cabeza, en mis pensamientos. Hablar por teléfono, vernos en la estación, acabar en tu apartamento y luego, al final de la tarde, volver con él, que ahora está muerto y yo ahora no puedo evitar venerarlo como se venera a los muertos y me he olvidado de todo lo malo relacionado con él de lo que en aquella época te hablaba y de mi desdicha a su lado. Ahora sólo recuerdo lo maravilloso y me digo que lo malo tampoco era tan malo sino que era yo la culpable de todo lo que me pasaba y de todo lo que le pasaba a él y pienso que sufrió por mí mucho más de lo que realmente lo hizo pero me consuela castigarme así. Me consolaba por aquel entonces castigarme hablando contigo por teléfono, viéndonos en Príncipe Pío y terminando en tu apartamento, tomando ese Nescafé horrible al que tú le echabas ron o lo que tuvieses a mano. Yo lo tomaba solo pero hubiese deseado, por aquel entonces, compartir el tuyo, mucho más interesante, por supuesto, mucho más atractivo pero me tomaba el Nescafé aguado que me traías, envuelta en una sábana vieja, sentada en la cama, desnuda y sólo con aquella sábana envolviéndome de alguna manera, enrollada en ella y en mis remordimientos y en mis dudas acerca de casi todo y tú me mirabas desde el otro lado de la habitación, sentado en una silla con tu taza en las manos, esperando a que llegase la hora de decirme que faltan sólo 15 minutos para el próximo tren. No querías que me fuese pero deseabas con ansiedad que llegase la hora de decirme que me tenía que ir para no soportar durante más tiempo la angustia de mi marcha. Entonces, como si estuviese sola apartaba la sábana, me levantaba de la cama y llegaba hasta la silla donde se había quedado mi ropa. Luego cerraba la puerta tras de mí y mientras tú no te habías movido de tu silla, con tu taza de Nescafé con ron entre las manos deseando que ya fuese mañana o cualquier otro momento y yo llegaba a mi casa y me encontraba con él, a quien por aquel entonces despreciaba profundamente y que ahora está muerto. Esta noche miras mi cara, miras mis ojos buscando el trasluz de tu mano para ver mejor y miras mis canas y hasta miras mi vestido, que es el mismo vestido que alguna vez me quitaste y lanzaste por el aire contra una silla o contra el suelo hecho un ovillo al otro extremo de tu dormitorio y que has reconocido al verme y que hoy te ha decepcionado tanto aunque un día, decías, te pareció tan sensual.

5.

Aroma de fogatas. He rezado mis oraciones y he rogado por entender el oficio de escribir y de aprender a descifrar la mentira generalizada. Se ha hecho de día muy pronto tras una noche que me ha resultado extenuante.

Publique mi primer libro de poemas, que fue bien considerado por la prensa y que algún editor se atrevió a publicar. Después vinieron uno de relatos y otro de poemas: todos fueron gratamente acogidos, lo que me permitió dejar mi trabajo para dedicarme exclusivamente a la creación literaria. Me adentre en un mundo intelectual al que jamás había soñado pertenecer.

Desde lo alto, distanciado, habiendo tomado perspectiva, con una mirada amplia que se ha recuperado de la miopía y de las vaharadas del alcohol, sobre esta loma u observatorio, te veo pasar sin compañía, ascendiendo pernambucales, avanzando hasta la promenada, siguiendo el consejo que hace tiempo te di, que recuerdas con automatismo, como si nunca te lo hubiese dado, como si siempre hubiese sido tuyo. Nunca has tenido imaginación para escribir aunque lo hicieras bien, pero de poco te valió, querido. Eso me decías y yo pensaba que la realidad dicha por ti era un poco más deprimente y mis antiguas inseguridades se vieron renovadas por otras nuevas que nacieron y crecieron fortalecidas mientras me iba paulatinamente debilitando. Si alguna vez el corazón pensase, se pararía, te había dicho yo. Qué poco duró todo. La posteridad es algo muy peligroso. El infinito y la eternidad llegan pronto cuando cambias y metes la última de las velocidades disponibles.

6.

Tengo que entregar un texto sobre él. Una retrospectiva. Algo que llevo buscando desde hace meses. Aún no he comenzado. Ni una palabra. Releo ensayos, críticas, consulto antiguas conferencias, declaraciones, tesis… encuentro, estudio y trato de descartar las confesiones hechas por aquella mujer, las delaciones que hace años hizo sobre su vida privada, los malos tratos y su carácter violento imposible para la convivencia y lo descarto para que no tenga influencia sobre mi percepción final pero ya es demasiado tarde porque mi imagen sobre su obra y sobre él mismo se han visto contaminados, enturbiados e intoxicados por esas declaraciones de aquella que una vez fue su mujer, de aquellas que fueron sus amantes. Con las que convivió en Londres, en París… Las que eligieron mezclar su relación privada con el carácter genial de su obra empujadas por el odio, por el despecho, por haberse sentido eclipsadas por una personalidad genial y una creatividad demoledora, destructora de cualquier intención amorosa.

He salido de la galería hace un par de horas y me desespera no saber qué decir, no saber qué escribir. Llevo un pantalón que compré hace un año, aproximadamente, y que he usado en todas las ocasiones especiales que lo han requerido: está prácticamente nuevo. Llevo puesta una camisa celeste, los zapatos de todos los días y un abrigo que pretende ser elegante y caro. Recuerdo el momento en que lo compré en el Trastevere. Lo mandé zurcir y parchear para que pareciese el abrigo que pretendo que aparentemente sea: un abrigo de las ocasiones especiales, como el pantalón y la camisa con demasiadas lavadoras. Me sujeto la cabeza con el codo de modo que la palma de mi mano queda a la altura de la frente. La aprieto para no adormilarme por el cansancio producido por no sé qué tipo de hastío. He tenido arritmias toda la mañana. En realidad las he tenido todo el mes, aunque, de alguna manera, me he acostumbrado a ignorarlas.

El mareo que me provocan las extrasístoles, sin embargo, me hacen sentir un extraño sopor. El flujo sanguíneo avanza a trompicones en mi interior. Me alimento de barritas de chocolate Mikado o galletas Allbran o sándwiches de aceituna, todo ello a deshoras. Apunto todo. Primero a mano en mi libreta de bolsillo, seguramente sentado en un banco del Retiro al sol de noviembre, esperando la llegada de la Navidad, sus furtivas florecillas y las luces de colores. Luego en mi ordenador, días después,  durante el trayecto en el tren, contigo a mi lado dormida o comiendo kikos estúpidamente o diciéndome cuquito, ¿dónde estamos?, todo junto, secouer, formando el pequeño núcleo desde donde empezar a fabricar, a dejar de ser “el puto culpable”, según Manook,

¿Llevas el sobre para la niña? Lo has metido entre las páginas del Enard con el que estás ahora?  Que vaya protegido y no se te doble. No pienses que lo que escribimos, la carta de Papá Noel, los whatsapps kilométricos, las declaraciones de amor con forma de prospecto no son parte de tu obra de arte. Todo lo que escribes lo es, siempre lo ha sido y esto que incluimos en tu Diario… lo es y yo te lo custodio. No pienses que esto es una novela costumbrista. Pero si lo piensas qué importa si lo es, no tiene nada de malo la novela costumbrista, ni la rebelión de los colgados, ni el laberinto de la sociedad… no tiene nada de malo escribir que tus niñas van al colegio, que tienes gripe o lo que cocino los domingos. No tiene nada de malo ir a la peluquería o hacer el amor en la cama y no en un ascensor o en el Matto Grosso.

Asegúrate que al sobre no se le doblen las esquinas: a una carta enviada por Papá Noel, por Santa, desde Finlandia, no se le doblan las esquinas. ¿Nos quedan kikos? ¿Y galletas?

7.

He empezado a escribir sin preocuparme de las correcciones que el texto pueda necesitar. Escribo a la desesperada, sabiendo que me falta tiempo para encontrar algo que decir.

He salido de la galería hace una hora. He cruzado el parque y noto que la camisa celeste me oprime el pecho. Que el abrigo comprado en el Trastevere, zurzido, con los botones cambiados y mal lavado baila sobre la delgadez de mis hombros. Siento que mi diafragma está agarrotado y me cuesta respirar: nunca se me dio demasiado bien eso de introducir aire en el cuerpo. He pensado en la posibilidad de pedir auxilio a Rocco. Escribir un correo que le llegue lo antes posible, que lea lo antes posible, que me de una solución inmediata. El inmediato y el absoluto. Dejar de sufrir inmediatamente y absolutamente. Intento cruzar el parque sin hacer demasiado caso al galope de mi corazón y evito las miradas con las que podría cruzarme.

Rocco escribió algo en su muro de Facebook hace unos días. No estoy seguro de si estaba en Marsella o si era en Managua. Cualquiera de los dos sitios sería candidato a ser una posibilidad real. Rocco viaja continuamente por trabajo y por mujeres. Las visita con una cronología predeterminada y da la vuelta al mundo recalando en las ciudades en las que ellas viven. Ve a cada una de ellas dos o tres veces por año de modo que Rocco da vueltas al planeta como si fuese Superman y, con la cantidad de mujeres que hay en su vida, a veces realmente lo parece. Pero Rocco no aparecerá para solucionar mi problema esta vez.

El otro día leí sobre la muerte de Mallarmé y de cómo Valery habló de ello en la redacción de periódico a la que acudía casi como tertuliano, usando un vocabulario extra intelectualizado y haciendo metáforas con el mar, con las ondulaciones de los versos, suaves rimas improvisadas, nada pretenciosas, brillantes, aparentemente espontáneas…

¿No crees que hace años debió ser complicado ser oriental en Madrid? ¿No crees que exiliarse en otro país, en otra ciudad para luego volver no es sino como escribir una carta, enviarla por correo ordinario, franqueada y matasellada, para luego ir a abrirla en el mismo destino que escribimos en el sobre, que es, a fin de cuentas, a donde ha sido enviada y contestarla desde allí para después mandarla de vuelta? Me ha dado por pensar que Marvin y Rocco, a pesar del agua caída durante todo el invierno tanto en Denia como en San Juan de Puerto Rico, han debido llegar a sus destinos y cualquier día recibiremos confirmación de ello a través de una carta, de un artículo publicado en un diario local o incluso de algún relato que nos llegará original o traducido en el Ambivalent o en el Kerosene o tal vez, si coincidimos con Simone, nos enteraremos que ha sido en Les Inrockuptibles. De Simone sabemos poco, una vez al mes y sólo durante un par de horas. El tiempo que duran las representaciones y las despedidas, siempre tímidas, con la mano levantada, casi nunca con incómodos besos en las mejillas. Besos forzados de los que nosotros nunca participamos. Pertenecemos al grupo de los que se despiden de los demás con la mano en alto y un espasmo de la barbilla o de las cejas y un movimiento circular de los labios dejando un adiós flotando en el aire, una o dos sílabas en forma de vaho.

Durante la cena, mañana, volverán a mencionarse los mismos problemas que ya conocemos, de los que ya hemos oído hablar antes y sobre los que, sabremos, no ha habido cambio alguno. Ninguna nueva perspectiva, nada nuevo en la forma de ser contados, los mismos hombros encogidos ante la abrumadora carga de esos mismos asuntos que se van haciendo más y más pesados con el paso de los días.

8.

¿Acaso no es cierto que ser oriental en Madrid, hace unos años, debió ser algo peligroso? ¿Tanto como pasar a la posteridad por haber escrito un libro o haber pintado un cuadro de una violencia demencial pero que, por sobrecogedor, se convierte en una obra maestra? Supongo que la pregunta me la hago ahora que puedo recordar los tiempos no tan lejanos en los que mi salud no era buena y en los que convivía con dolores casi permanentes. Nos hemos escrito cientos de cartas, palabras que has ido apilando en tu carpeta de mis correos recibidos, supongo que alguna vez la creaste; aunque no estoy seguro es así como lo imagino, cientos de cartas con las que ahora no sabemos muy bien qué hacer pero con las que sabemos que hay que hacer algo aunque sólo sea decidir que sí haremos algo.

Rocco llegó esta mañana desde Managua. Cuando, oyendo nuestra conversación, comprendiste que venía, de inmediato me propusiste, casi me obligaste a que lo invitara a la cena que teníamos después de la representación. Era Diciembre. Yo hacía varios años que no lo veía y tú ni siquiera lo conocías. Su nombre, pronunciado por mí casi diariamente, su rostro en Facebook, sus creaciones, sus obras de teatro representadas en Berlín, en Estambul… eso era lo que sabías de él. Sin embargo inmediatamente me propusiste que lo invitase a la cena de mañana, a pesar de su casi asegurado agotamiento, a pesar de que los hoteles, de que los aeropuertos, a pesar de que él, casi como yo, no conocíamos a nadie o no lo suficiente como para sentir una total soltura en los movimientos gestuales, en el fluir de las palabras… Momentos en los que, hablando, charlando, no eres capaz de escuchar las palabras oyes sino que sólo te es posible tratar de saber qué es lo que está pensando con quien hablas y sus palabras, las que pronuncian, pasan inadvertidas. Entonces tus respuestas son insulsas, estúpidas y carentes de ningún valor y sentido o contenido…

Has estado trabajando duramente. Me has enseñado los correos que envías, las respuestas, me has preguntado si son legibles, si se entienden y todo lo que dices rebela un profundo conocimiento y control de lo que haces. Tu capacidad de síntesis me asombra porque la síntesis es algo misterioso para alguien como yo, que siente una inmensa incapacidad para alcanzarla. Tu sintaxis es magnífica: no le sobra ni le falta nada y es certera. Y te falta tan poco en la vida para ser perfecta. Siempre escribiendo sobre lo mismo, cada vez más seguro de que no hay nada más en mi interior y de que nada nuevo ha de venir. Cada vez más cansado, cada vez más harto y con menos ganas de hablar. Qué poco duró todo. Ni un atisbo de inspiración para poder escribir algo decente. Sólo miro el reloj y me siento agotado.

9.

Ya te dije que el rato que pasamos con los chicos gays fue el mejor momento de la fiesta. Abstraídos de los cinturones de colores y de los zapatos con antifaz o borlas o hipnotizados por ellos. Abstraídos también del amaneramiento, de la natural exquisitez y centrados en la conversación fresca y desinhibida, te confieso que descubrí cosas, recordé que era posible comprender y que merecía la pena hacerlo. Luego la tonta que se desmayó, que cayó desde lo alto del acantilado de sus propios tacones y que al despertarse y comprender que se había desmayado se volvió a desmayar.

Después desaparecí o desaparecieron de mí todas las sensaciones y dejaron paso a otras que no puedo recordar. Monótono desenlace de pies arrastrados por el portal. La música que cesa y el vago despertar en mi cama algunas horas después.