Archivo mensual: febrero 2015

Desde el tren

…escribe tu correo. Ponle la fecha del día que quieras pero que no suene a despedida, que no rezume ese olor inequívoco de los adioses cuando ya nada más ha de venir. Haz que me llegue dentro de diez años, cuando su llegada sólo me produzca una punzada y no el resquebrajamiento total del alma. Mientras, vago en este ferrocarril del que soy tiempo y aglomerado. Sólo espíritu. En esto pienso. Sentado en un vagón veo las cosas pasar y me resigno a volver, por un instante, a las que han pasado. Pertenezco a ellas igual que ellas me pertenecen. Algo parecido al quebranto de las cosas envejecidas, al crujir de las hojas secas. En todo lo que dejo atrás queda algo de mí, igual las cosas que he vivido habitan, de alguna manera, en mi interior: aunque sea por un instante he dejado algo de mí mismo en todo ello igual que las casas, los arboles, la tierra, que está casi helada, escarchada, que ha mezclado sus colores con los de un invierno congelado, por la oscuridad de la noche, por ese rocío invisible, han dejado algo en mi.
Contemplo, si en un instante, si en una fracción de segundo, es posible que algo sea contemplado, los musgos que han crecido a los lados del cauce, que fue secado poco tiempo atrás por la brasa del verano y que, amarillo, se ha tornado, ahora, durante lo más duro del invierno, en blanco y en hielo. Es enero para él, como lo es para mí y el invierno me acobarda y me hace más pequeño: cuando llegue abril comenzare a recuperarme de esa enfermedad llamada invierno y cuando lo haya hecho, pareceré más viejo y resquebrajado. Soy un poco musgo, soy rama quebrada que ha perdido las hojas, que se escuda y esconde del frío bajo un capuchón.
Me entretengo con los raíles, con su suciedad y su oxido y su aceitado ennegrecido, su betún, con el material original del cual su forma y su metal, antes de haber sido forjado, fue extraído. Rieles a otros mundos y montañas en el horizonte que me desgajan la vista, que aun no las alcanza, que, por el momento, son solo lamparones blancos, nevados, congelados, caliza horadada por el viento que sopla a todas horas, en cualquier momento del año, pero que se que están ahí, tras la nebulosa que no puedo, aún, traspasar.
A mi lado, por el pasillo, moqueta verde algo desgastada, asientos ocupados por viajantes que pasan efímeros por mi vida, que duermen, que se han cubierto con sus prendas de abrigo para que su peso y su calor los adormezcan, pasa una niña que me ignora. Mira hacia el frente y una mano en alto, como si fuese una estatua, se agarra a la de su madre, que camina detrás, y que le asegura el equilibrio, me roza un bucle enroscado de su pelo y sigue delante, buscando no sabe qué. Está comenzando a indagar y retira la maleza para empezar a comprender, a tientas, algunas cosas.
Escucho en mi interior el suave rumor que produce el paso del tiempo, todo ese alud de recuerdos y que tengo prohibidos, todo aquello relacionado con la melancolía que, mirando los edificios y las cuencas de los ríos resecos después del tórrido calor del verano, de su luz abrasadora y de sus penumbras sofocantes, viene a mí con la misma aridez que esos cauces secos y esa vegetación moribunda que ya no crece más, que alguna vez dejo de servir para nada sino para sobrevivir un presente y un futuro de polvaredas y humo azulado.
La pequeña de los rizos rosados, en dirección contraria, vuelve a pasar a mi lado. La veo caminar torpemente con paso de tictac. Lleva una chocolatina en la mano y con la otra, arrastra a su madre.
Contemplo, sin en un instante, si en una fracción de segundo, es posible que algo sea contemplado, fotogramas que se disparan ante mi mirada y algunos caballos pastando. Eso creo ver desde mi asiento, bañados por el frío que ellos ignoran y que a mí me deshace. Con suaves pero rotundas cabezadas, la yegua, ocre, de patas grises arriba, lechosas abajo, aparta al pequeño potro, que no hace mucho que ha aprendido a levantarse y sostenerse sobre sus aun escuálidas patas. La niña de los rizos anaranjados. El potro. Ambos se asocian, por un instante, en mi retina, y se diluyen poco más allá.

Contemplo, sin en un instante, si en una fracción de segundo, es posible que algo sea contemplado, si es que contemplar implica un disfrute, algún momento que aún no ha llegado y, ese momento, cercado por el vallado de montañas que mis ojos aun no alcanzan a ver y que no son aún, pese a que el tiempo y la distancia, cada uno a su modo, han ido pasando y ha ido disminuyendo, más que lamparones blancos en el horizonte.
Mi teléfono vibra, pese a que me prometí alejarme, al menos por un fin de semana, de la vida que llevo a medio centenar de kilómetros. Lo cotidiano, aterrador, que me separa de otros mundos a mucha más distancia que quinientos kilómetros. Pero no me he atrevido a apagarlo y siento que es un intruso inevitable que se inmiscuye en el paisaje de mi pensamiento y que, de alguna manera, estropeará, parcialmente, estos tres días que han de venir. La yegua aparta a cabezazos al potrillo y el macho pace, indiferente. Algunos copos de nieve comienzan a caer y los dos caballos comienzan un dialogo de relinchos y, durante su relinchar, como una premonición, el cielo se ha vuelto de color marengo y la luz de la mañana ha terminado de desaparecer. El asiento de mi tren es cálido y aterciopelado pero casi puedo sentir el frío del exterior que se filtra por las ventanas en las que, como cantos, chocan los copos de nieve grisáceos. Enfundo mi cabeza en un gorro ridículo que me cubre hasta las orejas pero mis pies, envueltos entre calcetines de lana gruesos y enfundados en mis botas, permanecen fríos y doloridos.